La pandemia de la covid-19 es el remate de varios años de sufrimiento para una Centroamérica azotada por el cambio climático y sus violentas manifestaciones en forma de fenómenos atípicos, como los huracanes o las sequías, más lentas y silenciosas, pero igualmente devastadoras.
En noviembre del 2020, los huracanes Eta e Iota arrebataron sus hogares y medios de subsistencia a 6,8 millones de personas en el Istmo. Destruyeron más de 200.000 hectáreas de alimentos y otros cultivos en Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua. Los dos últimos también perdieron 10.000 hectáreas de café.
Según el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de las Naciones Unidas, el hambre se cuadruplicó en los últimos dos años en esos cuatro países y el 15 % de los encuestados por la organización, en enero del 2021, planeaba migrar. Las caravanas de migrantes, abiertamente organizadas en Honduras, datan del 2018, pero cientos de campesinos desesperados por la imposibilidad de explotar tierras en otros tiempos fértiles emprenden el peligroso viaje hacia el norte desde mucho antes.
La temporada de huracanes del 2020 marcó un récord y «asestó un duro golpe a millones de personas que antes no padecían hambre, entre ellas, trabajadores dependientes de la economía de servicios, el turismo y los trabajos informales», dice el PMA. Justo contra esas actividades se ensañó, también, la pandemia.
Para combatir la hambruna durante los próximos seis meses, el PMA intenta recolectar $47,3 millones para asistir a 2,6 millones de personas de los cuatro países afectados. «Las comunidades urbanas y rurales de Centroamérica han tocado fondo», dice Miguel Barreto, director regional del PMA.
Los esfuerzos del PMA para enfrentar el hambre merecen apoyo y elogio; sin embargo, la zona está urgida de ayuda para adaptarse y mitigar los efectos del cambio climático. El régimen irregular de lluvia atenta contra cosechas indispensables para la dieta regional, como el maíz y los frijoles, además de productos exportables, como el café.
Los daños en infraestructura por los fenómenos climáticos más violentos agravan el sufrimiento y delatan la falta de preparación. Solo en Honduras, las inundaciones y deslaves caídos sobre viviendas construidas en sitios riesgosos causaron más de 94 muertos al paso de los huracanes de noviembre. Por lo menos 300 carreteras sufrieron daños, 48 puentes quedaron destruidos y 32 soportaron diversos grados de afectación.
En Guatemala, un deslizamiento de tierra sepultó decenas de casas en la aldea indígena de Quejá y 211 carreteras y un centenar de puentes resultaron afectados. Nicaragua reporta $361 millones en daños a la infraestructura vial, escuelas y centros de salud, además de pérdidas en la producción, también golpeada en El Salvador. Costa Rica y Panamá se vieron gravemente afectadas, aunque sus economías son más resistentes.
La tragedia volverá a ocurrir y encontrará a Centroamérica, una vez más, ayuna de la preparación necesaria. En parte la desprotección y la creación de riesgos obedece a la mala gestión gubernamental, pero también a la falta de financiamiento para constituir defensas. Los países cooperantes deben tomar nota de la urgencia de combatir el hambre, como propone el PMA, pero también de invertir en adaptación y mitigación.
Costa Rica, con su bien ganado prestigio ambiental, tiene la oportunidad de abogar por el Istmo, como lo hace el documento encabezado por la expresidenta Laura Chinchilla y suscrito por un grupo de personalidades de la región para llamar la atención del plan de Joe Biden para Centroamérica sobre varios aspectos de capital importancia, incluido el cambio climático.