El vigor de la democracia ha mostrado un importante avance en Bolivia. En un referendo sobre la prolongación del período presidencial, realizado hace una semana, la ciudadanía ha dicho no a la tesis propuesta por el actual mandatario, Evo Morales, de levantar las barreras a su ambición de perpetuarse en el cargo tras los comicios del 2020.
La fracasada estrategia del plebiscito le habría permitido a Morales aspirar a un cuarto y a ulteriores ejercicios presidenciales. Su ajustada derrota es novedosa en la vida política del mandatario y aleja la posibilidad de avanzar en el proyecto hegemónico tan caro a varios países de la llamada Alianza Bolivariana (ALBA).
Evo Morales, con 56 años de edad, es uno de los gobernantes afines al chavismo, cuya estrella empieza a opacarse en Centro y Suramérica. Aparte del tambaleante venezolano Nicolás Maduro y el ecuatoriano Rafael Correa, quien a menudo niega ser chavista pero comparte muchas de las prácticas usuales en países de la Alianza, es preciso contar entre los ausentes a la argentina Cristina Kirchner y el nicaragüense Daniel Ortega, cuyo viraje hacia posiciones más moderadas se hace evidente.
Pero Morales es distinto de muchos de sus correligionarios. No ha transformado a Bolivia en una economía fallida, apenas recuperable, como es el caso de Venezuela. Tampoco es culpable de retrocesos como los ocurridos en Argentina. Es el más responsable de todos en materia fiscal y, últimamente, ha mostrado entendimiento del papel del sector privado.
El mandatario es un aimara que hábilmente ha explotado su identidad étnica y siglos de injusticias sociales para avanzar sus fines políticos. Bolivia tiene infinidad de problemas sociales, económicos y hasta tecnológicos, pero su riqueza en gas natural y minería ha sido empleada por Morales para reducir el endeudamiento del Estado. También logró que el país acumule notables reservas monetarias y ha realizado obras públicas para beneficiar a los menos favorecidos.
Es imposible dejar de mencionar que durante su administración el país alcanzó envidiables tasas de crecimiento, con un promedio del 5,15% anual. También se redujo la pobreza. Sobre todo, Bolivia ha disfrutado de un largo período de estabilidad política.
Pero los reproches al presidente se han desbordado. Son una mezcla de escándalos personales, incluidos romances con conocidas figuras del teatro y el cine, y alegatos de corrupción en su administración, como las dudas surgidas de contratos del Estado con China. También hay descontento con sus arranques autoritarios.
En virtud de este cúmulo de factores, la pretensión del mandatario de permanecer en la presidencia polarizó al país entero, incluso a sectores indígenas, indignados por su percepción de exclusiones sufridas en beneficio de otros.
La derrota de las pretensiones de perpetuarse en el poder, a la postre, puede ser un favor del pueblo boliviano a su gobernante. Extender la permanencia en el Gobierno desorienta, alimenta ínfulas de grandeza y, casi siempre, conduce a la profundización de los errores. El fenómeno se ha presentado con claridad en los países vecinos y se advierte en la propia Bolivia, donde Morales manda desde el 2006 y todavía se mantendrá en el poder otros tres años para agotar el actual período constitucional.
El clamor ciudadano posee raíces profundas y exige transformaciones que aseguren mayor transparencia de los gobernantes. Estos derroteros son loables y ojalá produzcan avances democráticos en cuyo marco Bolivia pueda continuar el camino del desarrollo económico y la justicia social.