En la vida nada ocurre por entera obra del azar. Lo tenemos claro quienes nos dedicamos a la ciencia. Cada situación que afrontan las personas, y la naturaleza en general, es producto de una serie de factores que, indefectiblemente, en un momento y lugar determinados se combinan, y se denomina causa suficiente. Pero, entre estos factores, deberá existir por lo menos uno que sea necesario e imprescindible, y sin el cual el evento no tendrá lugar.
Quizás más que en otros momentos de nuestra historia reciente, parece que una suma de factores está llevando al país a una epidemia de pasividad aprendida.
El término, acuñado originalmente como indefensión aprendida por el psicólogo Martin Seligman y el neuroquímico Steven Maier a finales de la década de los sesenta, se refiere a que los animales, del cual los primates humanos somos parte, pueden llegar a presuponer subjetivamente, de forma aprendida, que deben comportarse de forma pasiva porque poco o nada pueden hacer para cambiar el curso de situaciones que les resultan adversas, aunque existan posibilidades reales de producir cambios sustantivos si se ejecutan algunas acciones. Una suerte de resignación aprendida. Se podría decir que la conducta contraria a la resiliencia.
La naturaleza funciona basada en una economía de energía. Buscará siempre la forma más eficiente; de ese modo, los sistemas u órganos que no se utilizan llegarán poco a poco a atrofiarse hasta desaparecer.
Sociológicamente, es posible afirmar que lo mismo podría ocurrir a la voluntad de las personas: si dejan de percibir una limitación —o ausencia de ejercicio— en sus libertades, incluso las más esenciales, terminarán por normalizarlas y, a partir de allí, no extrañarán su presencia, por tanto, no lucharán por su permanencia o restitución.
La libertad de expresión, entre tantas, es eso, una libertad por derecho, no un lujo ni una concesión. Hablo de la posibilidad de expresarse por todos los medios posibles; eso sí, sin incurrir en excesos que la anulen.
Cuando de manera velada o abierta e impúdicamente alguien de forma individual o colectiva, esporádica o sistemáticamente, produce en las demás personas la sensación subjetiva de que no poseen el derecho a expresarse o que no importa lo que hagan porque nadie va a escuchar, existe el enorme riesgo de inducir la pasividad aprendida.
Como elemento de dominación, es un arma de alta eficacia y eficiencia para someter a los demás a la voluntad de uno o varios que ostentan o buscan el poder.
Resignación
La persona que es arrinconada en la sensación de ser inútil, de que no importa lo que haga por sí misma porque nada será bueno y valioso, de que no es nada si no es por otra persona —quien la domina—, terminará aceptando su condición y no la cuestionará.
De hecho, hasta concedería al dominador la condición de bastión, centro, mástil, fuente de vida y razón para vivirla. El dominado sentirá sed de dominación o, cuando menos, no sentirá sed de libertad.
Suena extremo, pero no lo es. Los ejemplos cotidianos sobran, y no sería raro que quienes estén leyendo este artículo conozcan a alguien a quien identificar en ese papel de pasivo, indefenso, resignado. Incluso, habrá casos en que colectivos numerosos reaccionen de la manera que he descrito. Una forma de pasividad aprendida colectivamente en que las pocas mentes y voces disidentes se pierden en el barullo del silencio ensordecedor de la masa rendida.
Hoy, en Costa Rica, los ataques a la libertad de expresión se notan cada vez más fuertes y con más frecuencia. Los discursos de odio, que es posible que se tripliquen al final del 2023 con respecto al 2021, habrán preparado el terreno, sembrado la semilla y cuidado muy bien el cultivo para lograr el preciado producto: el silencio.
Este bien podría ser cedido sin darse cuenta de que se ha entregado; o, en muchos casos, será el producto de respuestas tendentes al instinto de supervivencia. Así, la autocensura y la autocontención serían observables en más y más gente a la que el silencio les significa menor riesgo para su sustento, su capital o, por qué no, para su vida.
En otros casos, será el acto sumiso con pleno conocimiento. En los más, probablemente, las formas de expresión serán perdidas por falta de uso y el sentido de utilidad.
Existe vacuna
Como toda epidemia, la pasividad aprendida no la padecen todos. Si bien es cierto que la exposición a los factores que la determinan es de alta magnitud, algunos tendrán un tipo de inmunidad innata, otros habrán adquirido otro poco de inmunidad por exposiciones previas a acontecimientos similares y de los cuales se recuperaron.
Por tanto, no todos enferman, afortunadamente. Sin embargo, no existe certeza absoluta de cuál será el número básico de reproducción (R0) y, por ende, tampoco podremos conocer cuál es el número mágico que represente la población inmune que conceda el efecto ahora tan familiar de la inmunidad de rebaño.
Una vacuna para este padecimiento es la educación cívica, esa que parece tan fuera de uso, como la vacuna contra la viruela. No obstante, en una sociedad donde las libertades se dan por sentadas, donde la vacuna más eficaz dejó de ofrecerse —con todo y refuerzos anuales—, como la vacuna contra la influenza estacional, por concentrarse en “cosas que sí son importantes” como las ciencias, las matemáticas, la computación y el inglés, el riesgo de caer víctimas de la pasividad aprendida es enorme.
La prevención es la educación, y, dentro de ella, la educación cívica, las humanidades, las artes y las letras, las que invitan y entrenan el pensamiento crítico y la expresión libre y razonada. Una revacunación anual, de por vida, nos acercará a la inmunidad de rebaño y nos evita jugárnosla de sufrir senescencia inmune ante esta forma de pasividad.
Pero el peligro no termina ahí. Si se pierden libertades como la de expresión, el riesgo de someterse a peligros mayores es más grande aún. ¿De qué vale ser rico sin libertades? Como diría mi mamá: ¡Para qué confites en el infierno!
El autor es profesor de Epidemiología en la UNA desde hace 20 años. Ha publicado unos 140 artículos científicos en revistas especializadas.