En febrero del 2008, a raíz de la transmisión en España del capítulo final de The Sopranos (Los Soprano, serie emitida entre 1999 y 2007), el crítico del diario El País, de España, Carlos Boyero, escribió: “Por mi parte, tengo claro que entre las 10 mejores películas de la historia del cine figura Los Soprano ”.
Admitía Boyero que era una elección atípica porque se trataba de un filme de 4.300 minutos, que nunca se exhibió íntegramente en un cine, pero “sólo un necio o un ignorante se atrevería a negarle su esencia de gran cine”, remató con el usual menosprecio que ostenta para quienes le llevan la contraria.
De esta manera, Boyero insistía en la diferenciación y la jerarquización que históricamente se han efectuado entre la pantalla grande y la pequeña. Hacía eco de la percepción de críticos y estudiosos de la narrativa audiovisual contemporánea, así como de una parte importante del público: en los últimos quince años, muchas de las mejores historias e imágenes aparecidas dentro de la industria angloparlante provienen de la televisión.
Los Soprano , The Wire (2002-2008), Mad Men (2007-2013) y Breaking Bad (2008-2013), todas series de la televisión por cable, son los adalides de esta bonanza, artística y comercial, a la que puede sumarse una notable segunda línea con otros títulos, como The West Wing (El ala oeste de la Casa Blanca, 1999-2006), Six Feet Under (A dos metros bajo tierra, 2001-2005) y Boardwalk Empire (2010-2013), entre otras.
Asimismo, con menor rigor artístico o novedad, algunos dramas han gozado de gran éxito comercial, como 24 (2001-2010), Lost (2004-2010), The Walking Dead (2010-2013) y Game of Thrones (Juego de tronos, 2011-2013).
Esas dicotomías. La popularización de la televisión en los Estados Unidos y Europa ocurrió hace alrededor de 60 años, pero, solo en estas primeras décadas del siglo XXI, la pequeña pantalla ha conseguido la legitimidad estética que el cine alcanzó en el tercer decenio del siglo XX, con vanguardias como la soviética o la expresionista, y con la consolidación de la fórmula narrativa hollywoodense (el aún vigente clasicismo).
Desde sus primeros años, la televisión no fue solamente la hermana menor e imbécil del “sétimo arte”, en el que estaban el buen gusto, los grandes presupuestos y las estrellas. Fue también su “bestia negra”: en los 50, la irrupción de la pantalla chica supuso un bajonazo en la taquilla y la apuesta –generalmente estéril en lo artístico– por las superproducciones y la pantalla de gran formato (el Cinemascope).
Pese a ello, hay que recordar que sus posibilidades fueron reconocidas desde el principio por un creador de la inmensidad de Hitchcock, quien concibió Alfred Hitchcock Presents (1955-1962 ) y dirigió más de una docena de los episodios. Integrada por narraciones de poco menos de media hora, esta serie de culto aún nos sorprende por su atrevimiento: sobrias y contundentes imágenes aderezadas con una aproximación mordaz a la condición humana, morbo y culpas y –no podía faltar– mucho suspenso.
Además, se suelen olvidar los aportes de la televisión al cine: la formación de realizadores, guionistas y técnicos, que frecuentemente brincaban de la pequeña a la gran pantalla, o se desenvolvían en ambas industrias. En la primera generación de estos cineastas se encuentran realizadores de la talla de Sidney Lumet , John Frankenheimer y Robert Altman , responsables de clásicos como 12 Angry Men (Doce hombres en pugna, 1957), M. A. S. H. (1970) y The Manchurian Candidate (El mensajero del miedo, 1962), respectivamente, en los cuales es evidente su formación televisiva.
En las siguientes décadas, realizadores, como Steven Spielberg (Columbo) y J. J. Abrams (Lost), pasaron por la televisión antes de triunfar en el cine.
Al igual que la cinematografía de Hitchcock, la mejor televisión anglófona de este siglo XXI pone en entredicho –o al menos hace más complejas– las manoseadas dicotomías y jerarquías entre “arte” e “industria”, entre obra artística y espectáculo de masas.
Asimismo, sin inventar nada, pero separándose del conformismo hollywoodense, densos dramas estrenados en la televisión por cable –como Los Soprano y The Wire – se atreven con temas e imágenes que están vetados en el cine de amplio presupuesto y mucho público.
Precursores. Amén de las estupendas miniseries británicas producidas durante los 70, el presente auge del drama televisivo estadounidense puede rastrearse al menos hasta los años 80.
En dicha década, una serie como Hill Street Blues (1981-1987), sobre la cotidianidad de una anónima estación policial, ofreció un abanico de temas de mayor complejidad, imitó la narración documental y se atrevió a multiplicar personajes e historias, exigiendo a los televidentes un mayor compromiso en su seguimiento semanal.
El creador de Hill Street Blues, Steven Bochco, participó posteriormente en la producción de otras recordadas series: L. A. Law (La ley de Los Ángeles, 1986-1994) y N. Y. P. D. Blue (Policía de Nueva York, 1993-2005).
Por otra parte, también en los 80, un conjunto de productores, entre los que se contaba Michael Mann, creó Miami Vice (1984-1990), cuya frivolidad no está en discusión, como tampoco su influencia en la televisión, el cine y la moda. Su mención obedece al cuidadoso trabajo audiovisual, por encima de los que entonces eran los estándares de la televisión.
En la siguiente década, nuevas series dejaron una honda huella. La más querida por los cinéfilos es, sin duda, Twin Peaks (Picos Gemelos, 1990-1991), el extravagante melodrama criminal surgido de la brillante y retorcida imaginación de David Lynch. Si bien languideció rápidamente y desapareció en su segunda temporada, los primeros episodios generaron un conjunto de expectativas nunca antes tenidas antes la pantalla chica.
Por otra parte, aunque no es un drama, es indudable que Seinfeld (1989-1998), la “comedia acerca de nada” ideada por Larry David y Jerry Seinfeld, preparó a los espectadores a los silencios, los tiempos muertos y las narraciones poco complacientes y de tenue clímax que caracterizan numerosos episodios de Los Soprano , The Wire y Mad Men.
Salto adelante. Finalmente, no pueden olvidarse dos seriales que en su momento también propiciaron la aparición de televidentes más exigentes –y más fieles–: el fenómeno popular The X-Files (Los expedientes secretos X, 1993-2002), concebida por Chris Carter, y la longeva Law and Order (La ley y el orden, 1990-2010), de Dick Wolf.
En The X-File s se formó como productor y realizador Vince Gilligan, el principal responsable de Breaking Bad , cuyos últimos episodios se transmiten en los Estados Unidos.
Los años 90 culminan con el estreno de El ala oeste de la Casa Blanca en la cadena de televisión abierta NBC, y de Los Soprano , en el canal de cable HBO. La segunda fue un fenómeno artístico y popular, y terminó de decidir a los canales de cable por producciones con una ambiciosa puesta en escena, un mayor presupuesto y, especialmente, un riguroso trabajo guionístico.
Como se expondrá en un siguiente artículo, son series que no ofrecen ninguna innovación en cuanto a la dramaturgia o el lenguaje audiovisual. Sin embargo, no es poca cosa que recuperen para el público masivo el viejo arte de contar (Breaking Bad, la galardonada Homeland [2011-2013]), que se aproximen con inteligencia a “grandes temas” (El ala oeste de la Casa Blanca, The Wire), o que construyan trágicos personajes (Los Soprano, Mad Men).
El drama televisivo estadounidense dio un salto que le permite ser comparado hoy con el mejor cine, como hace Carlos Boyero, o con la mejor dramaturgia, como pretende el ensayista Jorge Carrión en su libro Teleshakespeare.