Pero las veremos. Porque las ideas irracionales siempre han estado ahí, como bacterias congeladas, como osos hibernando, como raíces ocultas. Y ahí estarán por siempre.
Fui educado por religiosos razonables que no supieron, o no pudieron, instilarme otra fe que no fuera la de la razón. “Lo más triste es que nosotros os enseñamos a pensar y vosotros os hacéis marxistas”, fue la despedida con la que me liberaron y me dijeron adiós. Y así me fui a la universidad: joven, ingenuo y racional. Convencido, después de tanto historicismo, de que la historia seguía una flecha de progreso que, como la del tiempo, volaba en una sola dirección. Sin retrocesos. Avanzaba, optimista y jubilosa, a un mañana exento de dolor, de injusticia y de superstición.
Me parece ahora que solo el peculiar desdén que, de jóvenes, mostramos por todo lo que representan nuestros abuelos y padres, me permitió hacer caso omiso del hecho de que a ellos, en poco más una generación, les había tocado vivir, en el ámbito geográfico de lo que se suponía era el summum bonum de la civilización, dos guerras mundiales y una guerra civil. Conflictos que evidenciaban, a las claras, que mi optimismo era más que infundado.
La vida y unos magros estudios de psicología se han encargado de mostrarme, con evidencia más que abundante, que ni nuestra biología ni nuestra historia brindan fundamento suficiente para ese optimismo. Más bien, al contrario.
Todo parece indicar que, como especie, no desarrollamos la capacidad de razonamiento para hilar silogismos en modo tollendo tollens ni para desarrollar complejos sistemas de ecuaciones diferenciales, o redes multicapa, para modelar pandemias, que también. Todo apunta a que estas habilidades son subproductos de una capacidad desarrollada con el propósito específico de aquilatar la veracidad de las intenciones y las palabras de otros congéneres con los que nos veíamos obligados a convivir en grupos humanos de tamaño creciente.
Por eso, razonar no es algo que se nos dé en forma natural. Pertenece, como diría la psicología contemporánea, no al sistema 1 (que guía nuestras acciones en forma intuitiva, inconsciente, emocional y rápida) sino al sistema 2 (que es, por contraste, reflexivo, consciente, racional y lento).
Por si esto fuera poco, estamos pésimamente equipados para hacer cálculos, estimar probabilidades y calcular riesgos. Y así tuvimos que poner, como sociedades, costos de respuesta a manejar sin cinturón de seguridad, a no usar sillas especiales para los niños pequeños o a manejar bajos los efectos del alcohol. Porque nuestro optimismo infundado nos hace subestimar la probabilidad de infectarnos por tener sexo sin protección, de perder el trabajo y quedarnos sin ingreso, o de que nos azote una pandemia.
Para mayor rubor, sabemos ahora que tenemos tendencias naturales a percibir y evaluar lo que nos sucede en formas que son sistemáticamente sesgadas. Que sacamos conclusiones a partir de evidencia más que tenue; que tendemos a ver aquello que queremos ver y que refuerza nuestras ideas; que nos aferramos a aquellos cursos de acción en los que ya nos hemos involucrado porque nos duele desistir; que tendemos a encontrar patrones aún donde no los hay, etcétera, etcétera, etcétera.
Por eso, no es de extrañar que, en pleno siglo XXI, sigamos teniendo cultores de la astrología y las cartas astrales, iridólogos, frenólogos, tarotistas, quiromantes, rabdomantes, terraplanistas, antivacunas e, incluso, izquierda feng shui. Todo ello pese a la universalización de la educación, la proporción creciente de población con formación superior, el acceso cuasi universal al conocimiento y los bienes de la cultura vía Internet y la cantidad ingente de información y evidencia disponibles.
Porque la irracionalidad es producto del irracionalismo, del pensamiento mágico, que es, nos guste o no, nuestra línea base. Como lo han atestiguado los anuncios de líneas desde que los diarios existen.
Quienes sostienen actitudes irracionales no son, necesariamente, personas ignorantes: las hay muy bien educadas. No son ni estúpidos ni idiotas, como diría aquel. Son personas como usted y como yo, que encuentran mecanismos psicológicos para mitigar sus carencias y sus dolores. Y por eso creen no que son ignorantes o perezosas, sino que hay una conspiración para ocultarles información. O que no les corresponde a ellos justificar sus asertos, sino a los demás demostrarles que son falsos. O que creen que todo es una conspiración para socavar lo que es su visión de mundo y su forma de vivir, por lo que lo viven como una amenaza. O porque, sencillamente, y tratándose del poder, los intereses en juego son muchos y las opciones poco digeribles. O porque ven en el cultivo de estas ideologías una vía de acceso al poder. Que también los hay: no todo es pura ingenuidad.
Han estado, están y estarán con nosotros hasta el fin de los tiempos, generación tras generación. Si son actores de buena voluntad, habrá que encararlos con cariño, como a los amigos borrachos. Y tolerarlos, mientras no crucen los límites de la ley. Si no lo son, tendremos que cuidarnos. Porque de lo que sí debemos guardarnos, porque eso sí e peligroso, es de permitirles definir nuestras políticas públicas.