En estos días ha causado la tradicional, evanescente y superficial discusión en redes sociales un documental de Netflix que, bajo el nombre de The Social Dilemma, nos advierte de las malignidades de, precisamente, las redes sociales.
Respetando el hoy amplia e innecesariamente irrespetado canon de los 90 minutos de las películas de antaño, este documental nos presenta a un conjunto de inteligentes y acomodados tecnólogos que, habiendo trabajado en su momento para una red social, salieron huyendo cuando descubrieron que: 1) las empresas están hechas para hacer dinero, y 2) los mecanismos que habían diseñado de buena fe estaban siendo utilizados para intentar manipularnos.
Partiendo de esas dos simples premisas, el documental les brinda micrófono y cámara para que, sin darnos tiempo ni a respirar, y mucho menos a pensar, nos adviertan, hasta el cansancio, que estas empresas están jugando con nosotros. Y que todo va a salir mal.
Pero pasado ya el frenesí verbal-visual-musical, una vez terminada la admonición, y ya puestos a pensar, uno se percata de que acaba de asistir a 90 minutos de conocimiento común presentados como si fuera la revelación de San Juan en Patmos.
Recapitulemos el muy breve argumento: estas compañías explotan la psicología humana para realizar la mayor recopilación de información que en la historia ha sido y para utilizar esta información con dos únicos propósitos: capturar una porción cada vez creciente de nuestra atención y venderla al que tenga interés en ella.
Comencemos con la psicología. Esta disciplina social, a caballo entre un poco de ciencia y un mucho de narrativas o discursos (desde el psicoanálisis hasta la neuroparla) tiene en su haber algunos hallazgos realmente fundamentados y valiosos.
Uno es obra del fisiólogo ruso Ivan P. Pavlov, que demostró que, puede utilizarse casi cualquier estímulo apareado para elicitar una respuesta refleja de un organismo, desde la salivación hasta el reflejo de orientación. Nos lo contó hace más de un siglo.
La otra es obra de un excéntrico psicólogo estadounidense, Burrhus F. Skinner, que demostró que los comportamientos de aves y mamíferos pueden crearse, mantenerse, modelarse y eliminarse mediante la mera aplicación contingente de recompensas. Nos lo contó hace más de 70 años.
Las redes sociales utilizan estos dos mecanismos (más nuestra propensión de seres sociales a pertenecer, ser queridos y admirados, buscar riqueza y sexo, etc.) para mantenernos, el mayor tiempo posible, en un ciclo continuo de realimentación mutua, salpicado de cantidades, siempre crecientes, y presuntamente personalizadas, de publicidad (q.e.d.),.
Otro teórico brillante, el canadiense Marshall McLuhan, nos dijo hace más de 50 años, que “el medio es el mensaje”, advirtiendonos así de que, para cualquier medio, es más importante lo que posibilita (y lo que impide) que lo que de hecho transmite o ignora.
Así, todo medio amplifica o potencia alguna de nuestro sentidos o alguna de nuestras capacidades. El libro nos permitió amplificar la oralidad, tanto en el tiempo como en el espacio. El teléfono hizo que la conversación superara la barrera de la distancia, lo mismo que la televisión hizo con la imagen y el sonido sincronizados. E Internet, producto de la digitalización de la realidad, es el medio de medios: supera cualquier barrera de tiempo y espacio y amplifica cualquier sentido o capacidad.
Todos estos medios han sufrido evoluciones, desde fases iniciales y convulsas de adaptación hasta sus fases de madurez o consolidación. Todos han sido usados con propósitos aviesos y de control por diferentes grupos de interés para conseguir sus fines.
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Destacan siempre tres ámbitos de uso deliberado y exitoso de cualesquiera medios: la política, la publicidad y la pornografía.
Pero ninguno de esos usos ha sido infinitamente exitoso: la radio, que aupó a Hitler al poder, no pudo evitar la derrota del nazismo; la televisión, que nos convirtió en pasivos y ávidos consumidores de sillón, sobrevive a duras penas a nuestra tendencia a la gratificación y la felicidad instantáneas; la pornografía está sucumbiendo ante la generación y distribución de contenido sexual por parte de los vecinos del barrio.
Lo mismo sucede, y sucederá, con las redes sociales. Diga lo que diga el documental de marras, no somos ni perros de Pavlov ni ratas albinas de Skinner. Somos seres humanos. Y ante cualquier mecanismo de control, tenemos la capacidad de desarrollar respuestas de contracontrol. Y esa capacidad es poderosa, revolucionaria. Es la capacidad que nos tiene aquí y nos llevará allá, hacia adelante, hacia algo mejor.
Es cierto que uno ve jóvenes y adultos que caminan por las calles absortos en las pantallas de sus celulares; ensimismados en los autobuses viendo vaya usted a saber qué nueva sorpresa; ajenos a sus padres, hijos, parejas, amigos y embelesados por lo que no está aquí, aunque sí ahora; alborozados contando los likes, los comentarios, los seguidores, en una lucha sin fin para autojustificarse felices; compartiendo fotos, y chistes, y memes, y contenidos e historias, como si el mundo no pudiera pasar sin ellos. También es cierto que nuestra posibilidad de discrepar y argüir y pelear, antes limitada a la cantina o al estadio, ahora se universaliza. Todo esto es cierto. Pero no tiene por qué ser así.
A poco que hagamos uso de nuestro recurso más valioso, nos daremos cuenta de que hay algo disfuncional en todo esto. Que prescindimos de experiencias y posibilidades de nuestra propia vida material, por estar absortos en una realidad virtual que no existe más que en nuestra imaginación y, pero aún, en nuestra fantasía. Y confundimos molinos de viento con gigantes.
No tenemos que responder automáticamente al sonido de una notificación: podemos silenciarla o eliminarla. No tenemos por qué pretender ser queridos y admirados por todo el mundo: podemos seleccionar con quien queremos relacionarnos, anteponiendo el valor que podemos proveernos mutuamente a la mera acumulación de seguidores o estrellas o emojis. Podemos dejar de amplificar nuestros prejuicios, buscando a personas que opinen diferente en distintos temas, pero que muestren ser seres humanos razonables, sensibles y compasivos. Podemos hacer uso de la propia tecnología para eludir la avalancha de mensajes comerciales. Podemos decidir cuánta información estamos dispuestos a compartir con los servicios digitales. Podemos elegir cuándo, cómo y por cuánto tiempo le prestaremos atención a nuestro celular. Podemos desinstalar cualquier aplicación. Podemos apagar las pantallas.
Podemos hacer lo que queramos, siempre y cuando entendamos el juego al que nos están tratando de someter distintos actores económicos, políticos, y sociales, y decidamos hacer ejercicio de nuestro libre derecho a decidir. como seres humanos racionales.
Ya lo hemos hecho antes. Podemos volver a hacerlo ahora. Cuando queramos. Porque nos enfrentamos a un falso dilema.