Cuando niño, nunca tuve problemas con el ruido. Porque el ruido era yo. Dicen que lloraba mucho. Yo les creo. Era un niño flaco al que se le pegaban todas las pulgas. Encarnaba el vademécum de las enfermedades infantiles y de todos sus posible remedios. No es de extrañar que llorara mucho.
Pero, con todo, era un niño razonablemente feliz, que disfrutaba haciendo ruido. Que gritaba emocionado con sus compañeros del barrio cuando llenaában botellas con renacuajos o cajas con arena para ir a importunarles la vida a vecinas o familiares. Que se dejaba caer por las aceras en precarias estructuras de madera con rodines, cuyo uso permitía combinar los gritos de la emoción con los del dolor. Que se unía, feliz, a ese magnífico coro de la marabunta de niños que salen alborozados a los recreos.
Por eso no fue sino hasta después de mi infancia, cuando ya mejoraba mi salud física, que comencé a tomar conciencia de otros ruidos, ajenos a mi, pero que estaban ahí y que había logrado ignorar hasta entonces. Comencé a oír el rítmico golpeteo de las prensas que en talleres y fraguas daban forma a otros artefactos que hacían ruido. Desde las escopetas de caza a los automóviles, que ya comenzaban a empujar a los desprevenidos peatones.
Desde los enormes y ruidosos camiones que a todas horas iban y venían transportando los bienes de nuestra ingenua felicidad, hasta los monstruosos trenes que rugían y se tambaleaban como elefantes tísicos. Desde los aparatos de radio, que ya empezaban a hacerse omnipresentes porque comenzaban a hacerse portátiles, hasta los equipos de sonido que, en los bares, clubes y discotecas en los que tratábamos de descifrar el amor, mostraban cada vez altavoces más grandes, vibrantes y ruidosos.
Fue entonces cuando comencé a retirarme. Cuando el mundo debajo de la piel se hizo más misterioso y atractivo. Cuando comencé a cultivar el aprecio del mar y la montaña. Cuando la introspección condensó en introversión. Cuando, a fuer de leer por las noches, cuando el mundo dormía (porque aún podía), desarrollé mis hábitos de buho.
Y así fue como, poco a poco, pero esta vez sin hacer ruido, comencé a abstraerme del ruido circundante y a desaparecerlo de mi paisaje anímico.
Pero en estos últimos años el ruido ha vuelto. Más complejo y extenso que nunca. Más cercano y más amenazador.
No solo porque los automóviles se han multiplicado y se han hecho más vociferantes. Tampoco porque los camiones siguen circulando, más grandes y ruidosos que nunca, las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Ni porque se hayan unido al coro más y más motocicletas que permiten a los jóvenes hacerse oír, porque ya nadie los escucha. Ni porque los equipo de sonido hayan aumentado su capacidad de hacer ruido en proporción inversa a su tamaño, al punto que en baby showers, bautizos y bodas la conversación se limita a los invitados adyacentes y se reemplaza, para el resto, con el gesto, la sonrisa y el guiño; porque la palabra ya ni se oye.
Ni tampoco porque los trenes siguen sacudiéndose y sacudiéndonos. O porque ya la noche se ha vuelto cada vez más insomne, y se ve taladrada por sirenas de malos augurios y motores de nómadas desasosegados. Ni porque, finalmente, ni la playa ni la montaña son ya garantía de silencio.
Todo eso palidece con el ruido que está con uno a todas horas, en el bolsillo, esperando manifestarse a la menor excusa: porque alguien publicó algo; porque alguien no tiene nada mejor que hacer; porque alguien cree que algo es importante para uno; porque alguien cree que uno debería saber algo; porque alguien decidió confesarse; porque alguien necesita gritar; porque ¿cómo se va a perder uno todo lo que está pasando?
Y en ese tránsito de los medios masivos a los personalizados, que creímos ingenuamente que nos iba a empoderar, hemos caído víctimas de otro ruido. Ese que, en ingeniería, alude a aquello que no transmite información. Ese que antes vivíamos, en la radio, como un bisbiseo de rezadoras que no podíamos interpretar. O que veíamos en la televisión, cuando el mundo también era en blanco y negro, en forma de una llovizna de chispas blancas, grises y negras, que sugerían formas que no se concretaban..
Ese otro ruido se ha multiplicado exponencialmente, y ha reducido la señal, la sustancia, la información. Y lo que pretendía ser el ágora se ha convertido en una torre de babel en que, sin orden ni concierto, y a diferencia de los alcaldes del Quijote, todos rebuznamos en balde.
Y tenemos ya profetas del ruido, interesados en promover el desconcierto, el aislamiento y el caos para sus propios fines. Y ese ruido es ya de tal magnitud que muchos comienzan a sentirlo adentro y, lejos de haberse convertido en agentes de sus propias vidas, se miran al espejo con desconcierto y duda.
Por eso, no me sorprende el renovado interés por la meditación, o el yoga, o el budismo, o el estoicismo o cualquier otra fórmula que pretendamos mágica para llevar un poco de calma y orden a nuestro almario. Para algunos podrán ser soluciones correctas. Pero lo serán para el problema equivocado. Porque no es un problema individual.
Estamos rompiendo muchas cosas valiosas. Necesitamos repensar muchas cosas para recuperar la cordura. Y quizás debamos comenzar por bajar el volumen al ruido, tanto al de afuera como al de adentro.