Nació perro y murió como una franquicia. Por sus patas corría sangre de actor. De no ser por la envidia humana, en 1929, habría recibido un Óscar, pues obtuvo más votos que Emil Jannings, el primer ganador.
La cantidad de caninos en el mundo, unos 500 millones, solo es superada con creces por el número de tontos; con la ventaja de que los primeros solo ladran, mientras los segundos hablan.
En julio hay dos razones para destacar la entrañable amistad que une a canes y a humanos, desde hace 15 mil años: hoy –21 de julio– Día Mundial del Perro y un día cualquiera de ese mes el regreso de Lee Duncan a Nueva York, en 1919.
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Ese fue uno de los soldados que sobrevivió a la degollina de la Gran Guerra; después de la Paz de Versalles logró cupo en un barco para él y una pareja de alemanes, a quienes rescató de entre los escombros.
No vaya a creer el lector que Lee fue un traidor; los dos “boches” eran Nanette y Rin Tin Tin, unos cachorros pastor alemán, nombrados así por unas muñecas populares que representaban a unos amantes parisienses.
Duncan tenía un don natural para entenderse con los caninos, los entrenó en toda suerte de monerías: saltar, rodar, buscar objetos, arrastrarse y poner cara de yo-no-fui o te-como-de-un-ñangazo.
Resultó que el macho era más inteligente que un graduado de Harvard. Después de pasar por ferias y circos debutó en el cine, en 1922, con El hombre del río infernal; le bastó una prueba para demostrar su perrístico talento.
La fama de Rin Tin Tin creció y en la Warner Bros lo contrataron para Donde comienza el norte, con la esperanza de que el can los salvara de la quiebra.
Así abrió el camino a generaciones de animales artistas; protagonizó –él mismo– como rezaban las marquesinas– 23 películas mudas y siete ladradas.
Relámpago guerrero
Los modernos espíritus sensibles hallarán ofensivas las viejas cintas de Rin Tin Tin; en aquellos dorados tiempos Hollywood era la fábrica mundial de racismo, xenofobia, chovinismo y todas las fobias que hoy están vetadas.
Ahora resulta incomprensible por qué la chiquillada estallaba en vítores cada vez que el heroico peludo trinchaba un apache; engullía un comanche; acorralaba a un mexicano o revolcaba a un negro.
La historia del canino giraba en torno al pequeño cabo Rusty, un machito huérfano todo corrongo, adoptado por la soldadesca del 101 de Caballería; en particular el gallardo Teniente Rip Master y el buenazo sargento Biff O’Hara.
Como el perro tenía todas las virtudes de un hombre y ninguno de sus defectos, la nobleza, valentía y lealtad convenció al alcalde de Nueva York, quien le entregó las llaves de la ciudad y lo invitó a desayunar un filet mignon.
Aunque era un inmigrante Rinty encarnó los valores esenciales americanos; nobles y plebeyos desfilaban para estrecharle la pata; Sergei Eisenstein –patriarca del cine– lo elogió; Greta Garbo lo amaba y murió, dicen, en brazos de Jean Harlow.
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Sombras del norte
La conexión entre Duncan y Rinty –para los íntimos– fue cósmica. Lee pasó su infancia en un orfanato, y cuando lo vio abandonado –tras la guerra– “algo me recordó de la mía y entró en un lugar solitario de mi vida y pasó a ser parte de mi.”
Eran tan inseparables que la primera mujer de Lee lo demandó a él y al perro en el acta de divorcio; la segunda esposa –apenas murió Duncan en 1960– vendió el Rancho Rin Tin Tin, endiablada de celos.
La hija del adiestrador, Carolyn, reconoció que para su padre “los perros siempre estuvieron primero”, si bien aceptó que el cuadrúpedo actor tenía un poco de mal genio.
Llevó una vida larga, 14 años. Estiró la pata –ad litteram– el 10 de agosto de 1932 y la galaxia entera lloró; las emisoras suspendieron la programación para dar la infausta nueva y los periódicos publicaron lacrimogénos obituarios.
Sobre su tumba el abatido amo escribió: “Un verdadero amor desinteresado como el tuyo, viejo amigo es algo que nunca volveré a conocer”.
Fue más sencillo escoger Papa o Dalai Lama que el sucesor canino. La corona recayó en el junior de la familia, que resultó tan holgazán como una iguana al sol.
El tercero de la dinastía luchó contra los nazis; su madre murió en acción contra los japoneses en Okinawa y el cuarto de la serie hizo carrera en la televisión, si bien ninguno le llegaba ni al hocico al original.
Si al cielo se entra por méritos ahí está Rin Tin Tin; hace cabriolas, mueve la cola, jadea por los verdes prados del Paraíso y sus ladridos alegran los corazones.
Frases perrunas
Carlitos y Snoopy. Durante toda su vida había tratado de ser una buena persona, pero muchas veces había fallado en su propósito. Al fin y al cabo, era un ser humano. No era un perro.
Mae West. Si quisiera una familia ya me habria comprado un perro.
Pierre Teilhard de Chardin. El perro sabe, pero no sabe que sabe.