Un no puede ser siempre la primera respuesta. Eso no me corresponde a mí. No estoy dispuesto a hacer más de lo que estrictamente me toca o a proponer. Póngame por escrito lo que debo hacer. Necesito otro criterio para estar seguro de como hacer alguna tarea. Ausencia de sentido de urgencia. Falta de empatía con el usuario. ¿Las reconoce?
Son varias de las típicas respuestas de algunos funcionarios que anclan la mejora en las instituciones y convierten la gestión en una especie de inercia. Pareciera que todo da igual, lo que es deplorable.
En una campaña electoral, lo usual son las alusiones a medidas para resolver la pobreza, la desigualdad, el desempleo y la inseguridad ciudadana, mejorar la infraestructura, la educación o la protección ambiental.
Es necesario incorporar en la discusión pública la gestión de las entidades estatales, las formas de hacer las cosas, y de enfrentar patrones de conducta entumecidos, de resistencia silenciosa que minan el esfuerzo por cambiar.
A lo anterior se suma la saturación que cargan sobre sus hombros algunos funcionarios, con efectos en la salud que les impide acometer nuevas tareas o las asignadas con mayor eficiencia. Todo siempre se hace a la carrera.
En impostergable prestar atención al desequilibrio en las cargas de trabajo, pues en todas las organizaciones hay quienes terminan soportando un mayor número de tareas, normalmente son quienes están dispuestos a dar más.
Resulta paradójico que, con frecuencia, a quien más da más se le pide. Es parte de lo que una cultura constante de medición de cargas de trabajo, sin grandes costos, debe contribuir a identificar y corregir, para lograr la mejor utilización de los recursos disponibles.
Por otra parte, en ese capítulo de renovación de la gestión interna que debería ocupar la agenda de los aspirantes al poder, es fundamental considerar el empleo de nuevas fórmulas para agilizar la respuesta de las instituciones, apostando por la simplificación en los niveles de decisión y a la reducción de extensos análisis de diversos tipos, incluida la tentación a contar siempre con un criterio jurídico para resolver.
También es preciso apelar a que quienes ocupen puestos de decisión política cuenten con los conocimientos, habilidades y capacidad de gestionar y resolver, además de imprimir un sentido de dirección en el que todos tengan claridad de los objetivos.
En la espesura del bosque que conforma la institucionalidad pública, se ha apostado, como táctica de gestión por excelencia, por la conformación de comisiones o consejos de toda naturaleza y en todos los niveles, actuación que se ha entronizado al crearlas por ley, las cuales muy pocas veces son objeto de evaluación por sus resultados, y permanecen a perpetuidad.
Esta práctica recurrente reduce el tiempo para hacer, para la planificación y el seguimiento, situación agravada por la inclinación a reuniones que se extienden más tiempo del estrictamente necesario, que no son ejecutivas y producen pocos resultados, o cuyos asuntos pueden ser resueltos con una llamada telefónica o con alguna otra herramienta.
El esfuerzo de redefinición en los esquemas de coordinación interinstitucional debe comenzar por la simplificación desde la cúspide. Sin desconocer que la coordinación será siempre necesaria como principio de la acción estatal.
Bien podría agruparse la institucionalidad en dos grandes sectores de actuación: uno productivo y otro social, ubicándolos de acuerdo con su actividad principal en una de esas dos áreas, con algunas entidades en el medio como articuladoras y de conducción general, como los Ministerios de Planificación, Hacienda y Presidencia.
En el campo normativo, es imprescindible elevar el impacto de lo pretendido mediante la emisión de decretos y directrices como herramienta de gestión y conducción del Poder Ejecutivo.
Es cierto que en un Estado de derecho los funcionarios pueden hacer lo que les es permitido; sin embargo, el uso de tales instrumentos como facultad de hacer no debe quedarse en su valor normativo o en aspiraciones. Aquí, cobra especial relevancia el seguimiento y la evaluación constantes, que dé cuenta de lo obtenido.
Puedo continuar enumerando otros trastornos que afectan la gestión pública, que no tienen origen en la (in)existencia de leyes o normas; por el contrario, se vinculan con una actitud de servicio, de comprensión de la necesidad de quien acude a un mostrador o hace una solicitud, de trascender lo ordinario, de entender que el trabajo público tiene sentido por sus efectos en el servicio a la población y a la mejora en las condiciones de vida.
De ahí, la necesidad de instaurar un nuevo mecanismo de evaluación que, además del rendimiento y la productividad, mida algo crucial en el trabajo: la actitud.
El autor es politólogo.