En el diario El Mundo de Argentina, en enero de 1929, el escritor y periodista bonaerense Roberto Arlt hizo una magistral exposición llamada “Su majestad la coima”, donde se refirió a lo común que era, y sigue siendo, lo que en otros países latinoamericanos se le conoce como soborno, mordida, chanchullo, regalía, palanca, chorizo, comisión, grasa, aceitada o untada de mano.
Se le llama grasa porque es la que aceita la maquinaria estatal, porque donde la burocracia impuso su imperio de papeleo, permisos, ventanillas y trámites aparece la corrupción que facilita los procesos, subir de puesto en las listas de espera, un permiso, un sello, una patente.
Escribió Artl que “donde se clave la vista, allí está: invisible, segura, efectiva, certera. La coima es la que moviliza los escritos de un juzgado; la coima es la que arranca un certificado de buena conducta para un específico facineroso; la coima es la que le da ciudadanía de honestidad a un granuja cien veces más ladrón que el mal ladrón Gesta…”. En el ideario costarricense, dolorosamente, está también presente en la mayor parte de los estratos de la sociedad.
El denominado chorizo caló tan hondo en la idiosincrasia costarricense que forma parte de la realidad y posee muchos rostros, desde la regalía en dinero en efectivo hasta el tráfico de influencias. Y es que en un país donde abundan las regulaciones emergen en igual medida los portillos y triquiñuelas para burlar el sistema.
Héroes entre rufianes
El más audaz en la consecución de comisiones indebidas es visto como un héroe dentro de la gavilla de rufianes que lo rodean, porque hecha la ley, hecha la trampa, o por lo menos los mecanismos legales para que un malhechor salga libre, o bien obtenga dinero o regalos indebidos por acelerar un trámite o evitar una multa.
La irresistible corrupción es “la madre de muchos bienestares, el alma de numerosas prosperidades… penetra por todas partes y compra al grande, al cogotudo y al severo como al pequeño, al modesto y al humilde que se conforma y transige con tal de que le den un café con leche” y la verdad más punzante es que “el que no coimea… deja coimear”, escribió Roberto Arlt.
Estupor, rabia e impotencia causan los eternos escándalos que cauterizan la conciencia de ciertos funcionarios, desde el robo de miles de millones de una bóveda hasta megacasos de corrupción. ¿Cuántos corruptos salieron impunes de sus fechorías? ¿De cuántos nunca nos damos cuenta? ¿Cuántos negocios de apariencia legal tienen detrás capitales ilícitos? ¿Cuántos permisos, patentes y ciudadanías se han dado bajo el velo de la regalía indebida?
La corrupción —sigue diciendo Arlt—, con todos sus rostros y variantes, es “la polilla que roe el mecanismo de nuestra administración, la rémora que detiene la marcha de la nave del Estado”.
Escándalo tras escándalo, algunos se han ido acostumbrando a que es normal, que es tonto quien no recibe un regalo o unos billetes, porque alguien instituyó la idea de que todo el mundo roba.
Son una minoría
Evidentemente, no es cierto, la mayoría de los empleados públicos son incorruptibles, no sucumben al cáncer de lo indebido, a pesar de las abundantes presiones.
El periodista argentino Jorge Lanata ha escrito mucho acerca de la propensión en Latinoamérica al soborno, que se remonta, según él, a la época colonial, cuando los negocios con el Estado se hicieron frecuentes y el paso de los barcos era regulado por leyes, pero debido a un “donativo especial” era posible ahorrarse largos trayectos.
Así sucedió luego con los contrabandos, permisos de explotación y otros. “Somos súbditos de la coima desde nuestro nacimiento como nación”, afirma Lanata.
Bajo el imperio de la coima y la regalía, como en el recientemente conocido caso Diamante, al parecer hay personas capaces de vender barata su dignidad, en ocasiones no son miles de millones, les basta con un almuerzo, una cena o un favor especial. Como decía Artl, personas indignas que viven “en el reinado del pichuleo”.
La corrupción es la que abre puertas o asigna proyectos, es el aceite que mueve rápidamente la maquinaria burocrática hecha para martirizar a los honrados y a quienes se oponen al pago de prebendas.
Pero otro fenómeno despreciable también se cierne sobre nuestro país, y son los discursos altisonantes que defienden lo indefendible, pues en el reinado de la corrupción resulta que nadie es culpable. ¿Cuándo nuestra generación escuchará a alguien aceptar sus errores y consecuencias?
En cada elección nacional se enarbola la bandera de la anticorrupción, surgen los adalides de la ética y de los sin mácula, y los corruptos siempre son los otros. Pero bajo el reinado de su majestad la corrupción, muy pocos no tienen techo de vidrio.
El autor es educador.