Igual que a la mayoría de ustedes, en estas elecciones, se me complicó la libertad de escoger al nuevo gobierno. Principalmente, porque ninguna oferta cumple el 100% de los requisitos que aprecio y porque algunas candidaturas son particularmente repelentes u odiosas por distintos motivos: antecedentes de posible corrupción, sanciones por acoso sexual, machismo y misoginia u oportunismo puro y duro.
Finalmente, creo haberme decidido a partir de excluir aquellas candidaturas que no llenen dos requisitos.
Primero, no daré mi respaldo a aquellas que promocionan discursos de suma cero, es decir, de “todo o nada”, porque, en cualquier caso, quiero más de lo que Costa Rica significa para mí, que menos.
Un juego de suma cero o de “todo o nada” se caracteriza porque, quien triunfa, se lleva todo o, por ejemplo, intenta imponer su concepción del bien a quienes pierden.
Costa Rica, para mí, es un lugar en el que, sobre todo, prevalecen los derechos humanos y las libertades individuales, lo cual, necesariamente, lleva a buscar siempre que la sociedad sea cada vez más justa, de modo que esos derechos y libertades se traduzcan en oportunidades reales para cada una de las personas que la integran.
Este es, por así decirlo, el norte que guía la brújula costarricense, sin que signifique que el territorio esté exento de corrupción, de afanes autoritarios ni de odios de distinto tipo.
Recientemente, la columnista de La Nación Isabel Gamboa recordó que, en su infancia, la política eran las caravanas de vehículos con banderas de los diferentes partidos, que rivalizaban en su agitación con mayor o menor encono —por lo general inocuo— contra los grupos rivales.
Por mi parte, recuerdo que mi nacimiento a la política ocurrió —allá, de donde vengo originalmente— una madrugada, cuando mi padre nos despertó, angustiado, para advertirnos de que había ocurrido un golpe militar y que, por lo tanto, teníamos prohibido salir a la calle, pues de seguro habría violencia.
Luego, el pobre hombre se pasó el resto del día pegado a la radio para tratar de entender cuáles serían las nuevas reglas del juego que los golpistas imponían.
El hecho de que Costa Rica no tenga ejército es una de las características del país que más he valorado siempre. Creo que la población nacida aquí no sabe las implicaciones que este hecho tiene para sus libertades y derechos.
En cambio, sí lo saben, por ejemplo, en Venezuela y Nicaragua, donde la alianza del gobierno de turno con los militares les garantiza la impunidad para cazar a la oposición y para librarse de elecciones verdaderamente democráticas.
Por eso, no me cabe en la cabeza que Costa Rica pueda convertirse en un lugar donde me digan cómo debo pensar, cómo debo vestir, lo que puedo y no puedo hacer con mi cuerpo o a quiénes debo amar y a quiénes expulsar, sea porque son diferentes, porque tienen éxito económico —habiendo cumplido las reglas del juego— o por cualquier otra razón.
Por el contrario, la democracia costarricense permite a todas las personas con ciudadanía y a todos los grupos sociales tener voz y voto en la definición de las reglas del juego. Pero el límite es precisamente ese: no imponer ideas, no expulsar.
Listo, entonces, primera gran cuestión zanjada: quiero más de la Costa Rica de libertades y derechos, no menos. Esto me lleva a descartar las candidaturas fundamentalistas, antifeministas o que se quedaron ancladas en los afanes ilusorios de conceptos colectivos (del tipo “lucha de clases”) que brillantemente criticó Max Weber.
Las primeras quieren restar derechos —sobre todo a las mujeres— en vez de ampliarlos, y las segundas, desgraciadamente, en el secreto de su corazón, todavía parecen querer reemplazar lo que están convencidas es una “dictadura burguesa” por una “dictadura del proletariado” o de la “clase trabajadora”.
La otra característica básica de Costa Rica que guiará mi voto es la búsqueda de justicia en las oportunidades, de modo que las libertades y derechos sean efectivos para cada una de las personas.
Hoy, esto depende, en primer lugar, de generar muchos empleos y de que sean de calidad. Sin un trabajo digno, es muy difícil que los derechos y libertades puedan materializarse. Y lograrlo en la economía costarricense moderna, dada la situación de las finanzas públicas, requiere optimizar el dinero que aportan todas las personas al Estado, para que este sirva eficazmente a la sociedad y que así tengamos que recurrir menos al endeudamiento.
Hay grupos que viven del Estado, ya sea aportando a la sociedad su trabajo honesto y útil a cambio de un bien ganado salario, ya sea proveyendo insumos, servicios o productos terminados. Pero, desgraciadamente, también los hay que parasitan, entorpecen, calientan sillas, abusan y corrompen, a costa del dinero público.
Esto tiene que cambiar, tanto para que los recursos lleguen a quienes realmente los necesitan —para erradicar la pobreza extrema, formar habilidades para el empleo, educar, formar y cuidar a la niñez mientras sus madres y padres trabajan, para atender con eficacia la salud de las personas— como para que bajen los costos de producción y las tasas de interés y las empresas puedan funcionar mejor y crear más empleos de calidad.
Listo. Imposible para mí dar el apoyo a candidaturas que no emprendan cambios y reformas que vayan en esa dirección. No estoy diciendo que lo hagan produciendo más desempleo ni que lo hagan todo ya, pero sí han de tener muy claro que es necesario comenzar ese proceso.
Este balance me ha achicado la incertidumbre. La opción que veo para lograr mis dos objetivos claves parece llevar a la siguiente estrategia de votación: en la primera vuelta, asegurarme de que a la segunda no pasen quienes no tengan un compromiso con esas dos dimensiones urgentes para una vida digna para todas las personas. En cuanto a la segunda ronda, les contaré más adelante.
Doctora en Estudios Sociales y Culturales, es profesora e investigadora de la UCR. Siga a María en Twitter @MafloEs