Evidencia científica demuestra que la inversión pública en educación tiene un fuerte impacto en mejorar la permanencia, el aprendizaje y la graduación de estudiantes, y, por consiguiente, la economía.
Contamos con evidencia que también demuestra estrategias particularmente eficaces a un costo razonable, tales como la inversión en la salud física y mental y la nutrición de estudiantes, el apoyo económico y social a las familias de escasos recursos, la estimulación temprana, y la formación y capacitación de docentes.
Por cada unidad de recursos invertidos en esos programas, se obtendrán retornos que producirán ganancias significativamente superiores a los montos ejecutados. Se estima, además, que tres cuartas partes del crecimiento económico se explican por las habilidades, los conocimientos y las capacidades de las personas.
Sin embargo, el gobierno ha venido recortando la inversión pública en educación y políticas sociales para las familias más vulnerables. El presupuesto del Ministerio de Educación Pública (MEP) del 2024 es el más bajo en los últimos 10 años en relación con el PIB (un 5,2 %), y el programa de becas estudiantiles Avancemos, del Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS), disminuye en ¢18.752 millones.
Este debilitamiento sistemático de la inversión implicará que las cadenas de la reproducción intergeneracional de la pobreza serán más difíciles de romper, porque los hijos de quienes no finalizaron la educación secundaria tendrán menos recursos y apoyo para superar el grado educativo de sus progenitores.
Esto ocurre en un momento en que los empleos tienden a ser más demandantes cognitivamente y es previsible que lo sean más en el futuro, debido al gran avance científico-tecnológico liderado por los países que más invierten en educación y producción de conocimiento.
Contrario a lo que algunos creen, los sistemas educativos incluyentes y equitativos son más eficaces globalmente que los desiguales, ya que los segundos tienden a expulsar prematuramente a las familias de menos recursos y crean brechas de desigualdad educativa que afectan no solo a los estudiantes menos favorecidos, sino también al sistema en su conjunto.
Esto se debe a que el rendimiento global será bajo e inhibirá la productividad económica dependiente del conocimiento y las habilidades especializadas. Un sistema que expulsa masivamente a los estudiantes más vulnerables reproduce las desigualdades de origen de la gente y contribuye así a ampliar la desigualdad educativa y socioeconómica.
La idea dominante de “meritocracia”, centrada en el esfuerzo individual sin considerar las condiciones de vida de las personas, deja a un lado la evidencia que refleja que en un sistema educativo no incluyente perdemos todos.
Quienes creen que reducir la inversión educativa es una buena forma de ahorrar dinero tienen una mirada corta, ya que esto empobrecerá el país a largo plazo, especialmente en la economía del conocimiento, cuyas oportunidades se desaprovechan cuando la educación es deficiente.
Costa Rica invirtió en el 2019 $5.399 por estudiante en primaria y secundaria, mientras que en Chile fueron $6.639. El promedio de la OCDE alcanzó los $10.316, es decir, casi el doble que en Costa Rica. Hoy, invertimos cerca de un 1,6 % menos del PIB en educación que en el 2019, pasamos del 6,8 % hace cinco años a casi un 5,2 % en el 2024.
Para que Costa Rica pueda, como mínimo, igualar la media de la OCDE, tendría que duplicar la inversión realizada en el 2019 (el 6,8 %) y alcanzar un 13,6 % del PIB. Por lo tanto, el 8 % del PIB debe ser visto no como un techo, sino como un piso.
El presidente califica de “populista” el mandato del 8 %. No puede estar más equivocado, ya que frena el autobús escolar del desarrollo nacional con sus decisiones recortistas y baja, principalmente, a los más pobres y vulnerables.
Su actuar nos conduce por el muy peligroso camino de convertirnos en una sociedad más desigual e injusta, conflictiva, violenta e insegura.
El autor es académico de Ineina-CIDE-UNA.