En diez rondas y de manera secreta, por mandato de la Ley Orgánica del Poder Judicial, la Corte Suprema de Justicia ha tratado de elegir infructuosamente a su nuevo jerarca.
Cabe preguntarse si la norma aprobaría un test de convencionalidad, es decir, si se ajusta a la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) y la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte-IDH).
De acuerdo con la Corte-IDH el derecho interno, para que sea válido, tiene que ser compatible con el derecho internacional. En el caso Almonacid Arellano y otros vs. Chile, dijo: “Cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la Convención Americana, sus jueces (…) también están sometidos a ella, lo que los obliga a velar por que los efectos de las disposiciones de la Convención no se vean mermados por la aplicación de leyes contrarias a su objeto y fin, y que desde un inicio carecen de efectos jurídicos. En otras palabras, el Poder Judicial debe ejercer una especie de ‘control de convencionalidad’ entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos”.
Varios motivos llevan a concluir que la votación secreta para elegir al presidente o la presidenta de la Corte es contraria a la CADH. En primer lugar, y en el mismo sentido que nuestra Constitución Política, la Corte-IDH señala que los funcionarios son simples depositarios del poder, el cual reside en el pueblo soberano, el que por tanto tiene el derecho de controlar su ejercicio.
Los magistrados, como funcionarios de alto rango, están ampliamente sometidos al escrutinio ciudadano. En su jurisprudencia sobre libertad de expresión, la Corte-IDH ha reiterado que las personas tenemos el derecho de buscar, recibir y difundir información y opiniones, especialmente sobre temas de interés público, lo que incluye la manera como los funcionarios ejercen el poder estatal que les es confiado.
Por eso, son válidas las críticas en su contra, incluso aquellas incómodas, que molesten a una persona determinada o grupos de población. Así lo demanda el pluralismo democrático.
El principio de divulgación máxima presume que toda la información de interés público en poder de instituciones o funcionarios es de acceso libre, con excepciones que tienen que estar previstas en una ley.
Tiende a creerse que el secreto en la elección del presidente de la Corte es válido por estar en la ley; sin embargo, no basta con una ley, esta tiene que buscar un objetivo legítimo permitido por la Convención, ser estrictamente necesaria a la luz de los imperativos de una sociedad democrática y proporcional al objetivo legítimo que se busca.
¿Cuál imperativo democrático legítimo procura una votación secreta para elegir al presidente de la Corte? Según mi criterio, ninguno. El pueblo soberano tiene derecho a saber quién votó por quién y por qué.
La norma aplicada es anacrónica, contraria a los principios que orientan el funcionamiento de un moderno Estado democrático, donde los funcionarios deben rendir cuentas a la ciudadanía sobre todos sus actos, como la elección del máximo jerarca del Poder Judicial.
La función pública debe ejercerse de manera cristalina. El funcionario que quiera desempeñarse en secreto, ya sea por temor a amenazas del narco o por cualquier otro motivo incompatible con una democracia, no es digno del cargo, y mejor haría en no aspirar siquiera a la función pública.
En el caso de la Corte Suprema, el secreto resulta ser, además, una paradoja difícil de comprender. En materia judicial, contra posibles arbitrariedades de los jueces, los filósofos de la Ilustración desarrollaron la garantía de un juicio oral y público como requisito para sancionar penalmente a las personas. El principio se fue extendiendo a otras ramas del derecho. ¿Por qué? Porque la publicidad evita abusos, excesos, corrupción, componendas.
La Asamblea Legislativa aprobó recientemente una reforma para que la elección de altos funcionarios se lleve a cabo de manera pública. Bien harían los magistrados en tomar nota y emprender el mismo camino hacia la transparencia.
El autor es abogado.