Como sistema económico, el capitalismo ha generado niveles de riqueza y prosperidad sin precedentes. Sin embargo, como todo sistema humano, tiene sus fallas inherentes, y una de ellas es la progresiva acumulación de rentas que atenta contra los principios fundamentales de una sociedad abierta.
Por ello, las políticas de distribución de la riqueza son necesarias para promover la competencia y la equidad de oportunidades, así como la estabilidad democrática para mantener el crecimiento y reducir la pobreza.
Fundamento teórico. Para comprender con mayor claridad la naturaleza desigual del capitalismo, podemos realizar un ejercicio teórico basado en la teoría de juegos, en el que partimos de un estado natural equitativo.
Sea por decisiones empresariales o simplemente suerte, una empresa “ganará” la primera partida y obtendrá mayores rendimientos que la otra. En un segundo estado, al ser más grande esta empresa partirá en condiciones de ventaja sobre la otra, por lo que aumenta su probabilidad de ganar, perpetuando esa dinámica hasta que las condiciones de competencia sean inexistentes.
En términos generales, la probabilidad de ganar cada ‘juego’ tiene rendimientos crecientes a escala. Peor aún, en un contexto democrático, si la empresa grande actúa de forma racional, eventualmente intentará fijar las reglas del juego de manera que se perpetúen sus victorias, eliminando de esta forma la dinámica competitiva del mercado.
Esta imperfección del mercado la comprendió muy bien Teddy Roosevelt, al promover denuncias en contra de grandes empresas utilizando la Ley Sherman de 1890, y desmantelando carteles como la Northern Securities Corporation. Esas acciones promovieron las condiciones competitivas que permitieron a Estados Unidos convertirse en la economía más dinámica del mundo.
Los principios enumerados se aplican de igual manera a los individuos y a las empresas, y de ahí la relevancia de sistemas tributarios o políticas sociales que promuevan la redistribución de la riqueza.
Chetty y Saez (2014), dos de los economistas más relevantes de la actualidad, encontraron cómo el ingreso familiar al nacimiento (la suerte) determina la elasticidad intergeneracional de las rentas, o en palabras más simples, la probabilidad de hacerse rico si se nació pobre, y viceversa. Los resultados no son alentadores, y evidencian condiciones de acumulación y movilidad muy similares a las de la aristocracia victoriana.
Políticas progresivas. Por estas razones, es menester que toda sociedad democrática implemente políticas que promuevan la redistribución del ingreso de los sectores ganadores, hacia los más afectados por las inevitables injusticias del mercado.
Un buen ejemplo de ello es el crédito tributario implementado en Estados Unidos, frecuentemente catalogado como la política redistributiva más exitosa en ese país. El principio es muy simple: quienes se encuentren por debajo de un umbral de ingreso y además trabajen, obtendrán una suma de dinero que complemente su salario.
Ese monto no es suficiente para que sean ricos, pero sí para que puedan acceder a un sistema de educación pública (otra política redistributiva) y obtener oportunidades proporcionales a su talento y esfuerzo.
En el límite superior de la pirámide del ingreso, quienes se encuentren por encima de un nivel de riqueza, deben pagar un mayor porcentaje de impuestos para financiar esa progresividad del sistema. Es cierto que esta política no funciona a la perfección, pero evidencia de manera muy básica los beneficios y la necesidad de la redistribución del ingreso.
Si bien los principios de la redistribución son universales, la aplicación de las políticas públicas no lo es. Un ejemplo de ello es Países Bajos, nación frecuentemente alabada por sus políticas de bienestar, a pesar de que su sistema tributario es altamente regresivo, de acuerdo con el Buró Central de Estadísticas de la Universidad de Groningen (2011).
En ese país, los factores culturales y sociológicos resultan más relevantes que la política fiscal, evidenciando la necesidad de que cada nación defina políticas progresivas a partir de su propia experiencia.
De manera más amplia, Immervoll y Richardson (2011) estudiaron la relación entre sistemas tributarios y repartición de la riqueza en todos los países de la OCDE, y encontraron amplia heterogeneidad en los resultados. Es decir, la redistribución disminuyó en muchos de ellos tras un debilitamiento de sus sistemas tributarios en los años 80 y 90, pero diversas políticas sociales contribuyeron a mantener niveles aceptables de equidad.
Trampas comunes. Dos argumentos son frecuentes en contra de las políticas de redistribución. El primero es que no es necesaria ante la ausencia de pobreza, y si bien es cierto la noción es válida, la evidencia empírica indica que no existe una sociedad sin pobreza y simultáneamente sin políticas progresivas. El segundo argumento es que todas las inconsistencias del sistema deben ser eliminadas antes de promover políticas progresivas.
Si bien es cierto la regresividad es lugar común en un aparato estatal como el costarricense, argumentar que las inconsistencias deben ser eliminadas no parece ser más que una excusa para la inacción.
En Costa Rica urge una reforma tributaria progresiva, y los diarios tropiezos de la administración Solís no deben ser excusa para evitar su discusión.
La conclusión es que en términos generales no existe una única receta para promover mayor justicia en la distribución del ingreso. En algunos casos la respuesta puede ser un sistema tributario altamente progresivo, en otros políticas de competencia, robustos programas sociales, políticas de educación y salud, o hasta trasferencias directas hacia los menos privilegiados.
Es del resorte de cada nación la determinación de esas políticas sin caer en el populismo, y la constante adaptación hacia las nuevas realidades del mercado. Lo que si debe ser permanente es la necesidad de que los gobiernos promuevan una distribución más justa de las rentas. No debemos caer en la falaz trampa de desacreditar las políticas redistributivas por sus inevitables yerros, ni las inconsistencias dentro de nuestro aparato estatal para rechazar ad portas cualquier intento por reformarlo.
El autor es analista de políticas públicas.