El siglo XXI estuvo precedido por alrededor de 300 años de una cultura en la cual la razón y la búsqueda del conocimiento desempeñaron un papel fundamental, aunque con excepciones y retrocesos que no afectaron su relevancia e incidencia sociales.
En ese contexto, el libro y la lectura se convirtieron en símbolos inequívocos de una sociedad inquieta por la investigación, interesada en profundizar los saberes en todos los ámbitos del conocimiento.
La búsqueda de la verdad, como realidad objetiva y externa, aunque siempre imperfecta, se constituyó en un motor de progreso social y científico, y se situó como principio orientador de las diferentes actividades sociales. Así, se constituyó en un hito para el avance de las ciencias, el ejercicio del periodismo y la resolución de los conflictos por parte de los tribunales de justicia.
En ello, el movimiento ilustrado y su afán racionalizador tuvo gran incidencia al promover la necesidad, la obligación ética y moral de hacer un esfuerzo intelectual hacia el descubrimiento de la verdad. Con toda razón, Immanuel Kant describió este movimiento de mediados del siglo XVIII con la consigna «atrévete a saber».
La tarea se reconocía compleja, ameritaba dedicación e, incluso, sacrificio, considerando que el conocimiento es ambiguo y descubrirlo significaba abandonar fanatismos, ideas preconcebidas, creencias personales y dogmas, que contribuían a la pérdida de libertad de pensamiento y del buen juicio. La duda, el cuestionamiento y el debate se consideraron socialmente valiosos.
En la misma sintonía, la difusión de las ideas y de los saberes se tomaba con la máxima seriedad, tratando de descartar la mera retórica como fuente de conocimiento, por lo que cualquier publicación debía superar diferentes controles por parte de editores, consejos editoriales, comités científicos, entre otros; lo que significó un gran aporte a la sistematización del conocimiento y la inteligencia colectiva.
Se estructuró un método para constatar los conocimientos, que produjo una gran concentración o monopolización de estos por grupos de profesionales, especializados en la construcción y aplicación de los saberes —médicos, abogados, economistas, etc.—, quienes desconocían, para bien y para mal, todo descubrimiento que no se ajustara a sus estándares.
Esta visión respecto de una verdad dura tuvo impactos positivos y negativos en el desarrollo social de los últimos siglos, pero es innegable que resultó un paso determinante para mantener algún control sobre las creencias metafísicas, su difusión y poder de manipulación, de no gratos recuerdos en la historia de la humanidad.
La interpretación de los acontecimientos del siglo XXI, sin embargo, permite identificar que esto cambió o, cuando menos, está cambiando aceleradamente. En la llamada sociedad del conocimiento, la búsqueda de una verdad objetiva ha venido siendo degradada, suplantada por la aceptación de una verdad personal y relativa, una verdad terriblemente narcisista, en palabras de Grayling.
Con algunas diferencias respecto de otros momentos de la historia, se ha abierto nuevamente un espacio para la difusión descontrolada, desconcentrada y masiva de creencias personales, no ajustada a ninguna metodología, en una especie de rebeldía hacia la verdad oficial.
Se trata, utilizando los conceptos de Zygmunt Bauman, de una verdad líquida, fácilmente modificable y ajustable, aunque ciertamente más democrática. Este fenómeno ha sido pomposamente denominado posverdad.
Ya se perciben los significativos efectos de esta nueva visión de la verdad en la cultura. Las convicciones son débiles, prácticamente inexistentes; se construyen, difunden y aceptan verdades por afinidad o interés; la duda es ahora un signo de debilidad y se evita la siempre incómoda tarea de debatir las ideas, incluso con uno mismo. En resumen, sin mayor pudor, se ajustan las verdades al interés, no los intereses a la verdad.
¿A dónde nos llevarán estos nuevos entendimientos culturales sobre la verdad? Para verdades, el tiempo.
El autor es abogado.