En Argentina es un imperativo soltar el llanto. Por eso, en esa tierra surgió, o se catapultó y se mantiene vigente, el tango.
No olviden que cada vez que suena un tango un argentino muere, porque por alguien siempre habrá que derramar lágrimas. Y eso ocurre en Argentina, colectivamente, en un ciclo de 20 años, porque «veinte años no es nada», según dejó establecido el mítico Carlitos Gardel, quien dio inicio a ese incontenible río lacrimoso a mediados de 1935, cuando pereció en una pista aérea en Medellín, Colombia.
Llorar y llorar y seguir llorando es el destino en esa gran nación, donde la riqueza es saqueada por el populismo, por mandatarios de ropaje de izquierda o de ultraderecha. No importa el signo político, lo que procede y manda es el robo de sus recursos.
Unos 20 años después la venerada Evita Perón —sí, santa Evita, a la que se le reza con devoción en las casas y en su santuario— falleció en la flor de la juventud, ocasionando un inconmensurable vacío con su partida tempranera.
Fue llorada inconsolablemente en las calles de Buenos Aires y en sus provincias y puertos, en la pampa y en sus serranías.
Un poco más de 20 años después (no olviden que «20 años no es nada») hizo lo mismo Juan Domingo Perón, luego de un retorno del exilio, con una bienvenida sangrienta, con la cual se materializó una jugada de ajedrez político de los militares.
Antes de su partida definitiva, el infaltable fantasma de la política argentina dejó a la cabeza del gobierno a una mujer sin ninguna preparación de mando, una presidenta cercada, disminuida y sometida por los militares.
Se creyó entonces, allá, a mediados de la década del 70 del siglo XX, que Perón sería la última figura por la cual derramar llantos en las calles de Buenos Aires y el resto del país.
Pero no. Faltaba una más. Nada menos que una representativa de la pasión por el fútbol, unida a la procedencia popular, un personaje que desde lo más bajo de la pirámide social emergió como un fulminante rayo y puso a llorar —a soltar el llanto— a decenas de miles de hinchas en los grandes palacios del balompié.
Maradona vino con el destino marcado. Genio y figura hasta la sepultura. Deslumbró al mundo y lo seguirá deslumbrando al haberse erigido en arquitecto y finísimo artífice del preciosismo de un deporte que se ha convertido en una religión universal.
Ahora son cuatro al hilo por los que los argentinos tendrán memoria, espacio y desconsuelo para soltar el llanto imperecedero, el llanto con tango que se ha convertido en destino manifiesto de la patria de Sarmiento, Borges, Sabato y muchos otros relevantes personajes de esa nación al sur del continente de la América desgarrada y empobrecida.
El autor es periodista.