En el poema de Konstantinos Kavafis “Esperando a los bárbaros”, los tan temidos bárbaros nunca llegan. “¿Qué será ahora de nosotros sin los bárbaros?”, se pregunta el poema. “Eran una especie de solución”.
Parece que nos hemos vuelto adictos a tener “bárbaros” útiles. Terroristas, narcotraficantes, contrabandistas de personas, hasta los refugiados: la política gira cada vez más en torno a amenazas simplificadas y soluciones fáciles. Así, por ejemplo, los congresistas republicanos dicen a los demócratas que no facilitarán nuevas entregas de ayuda militar a Ucrania si no se hace algo radical para cortar el flujo de migrantes y solicitantes de asilo en la frontera sur de los Estados Unidos.
En estos debates se pierde una apreciación del juego más amplio que se desarrolla. La “guerra contra el terrorismo”, la “guerra contra las drogas” y el combate a las migraciones irregulares son muestras de algo que denominamos desastronomía (wreckonomics): un estado de disfunción funcional, en el que la presunta amenaza se va agravando conforme políticos, contratistas y fuerzas del orden la aprovechan para sus propios fines.
Esta idea está muy bien reflejada en una parodia de anuncio personal que alguien adhirió a una pared del Pentágono al final de la Guerra Fría: “SE BUSCA ENEMIGO: superpotencia norteamericana madura busca compañero hostil para una carrera armamentística, conflictos en el tercer mundo y antagonismo general. Debe ser suficientemente amenazante para convencer al Congreso de las necesidades financieras de las fuerzas armadas”.
Y de un modo u otro, los bárbaros aparecieron. En el 2008, el gasto anual en defensa de los Estados Unidos (en dólares del 2010) había llegado a 696.500 millones contra un promedio de 517.000 millones durante la presidencia de Ronald Reagan en los ochenta. La OTAN, en vez de desaparecer, estaba en expansión.
En tanto, la lucha contra narcotraficantes, contrabandistas y migrantes ha sido una fuente inagotable (al menos, desde la perspectiva de los contratistas de defensa, los conglomerados carcelarios y las agencias de seguridad). El presupuesto de la Patrulla de Fronteras de los Estados Unidos se multiplicó por más de diez en las últimas tres décadas; y en Europa también, los gastos en seguridad fronteriza se dispararon. La guerra contra el terrorismo ha costado la friolera de ocho billones de dólares.
Y además de todos los políticos y empresas de Occidente que se beneficiaron inflando estas amenazas, diversos Estados “asociados” se aprovecharon del sistema sin hacer ruido. Cuando en 1996 terminó la guerra civil en Guatemala, oscuras estructuras de contrainsurgencia se sumaron a la guerra contra las drogas, pero no tardaron en volverse cómplices de las mismas actividades ilegales contra las que decían estar luchando.
En Libia, Muamar al Gadafi descubrió que podía reducir su aislamiento internacional con la amenaza de una “Europa negra” y la promesa de poner coto al terrorismo internacional que él mismo había inducido. Y en poco tiempo muchos otros aprendieron a vender su cooperación en la “lucha contra las migraciones” (a veces, alentando la amenaza para maximizar el precio).
Viejo juego
Este juego no tiene nada de nuevo. En las primeras guerras contra las drogas y el alcohol, hace un siglo, era común que la policía estuviera arreglada con las pandillas que lucraban con la prohibición.
En Vietnam se dio otra forma del mismo doble juego: según un general estadounidense, las fuerzas survietnamitas mantenían la guerra andando en un “nivel adecuado” para prolongar el apoyo estadounidense. En la guerra contra el terrorismo, los caudillos afganos alentaban amenazas contra el ocupante extranjero al tiempo que se ofrecían a remediarlas. Los regímenes de Sri Lanka y Siria usaron el mismo pretexto para llevar a cabo vendettas locales.
En todos los casos, la amenaza se agravó. Pero estas “guerras” han resultado notablemente duraderas, porque enfrentar una serie interminable de “bárbaros” puede ser una actividad muy lucrativa en términos políticos y económicos.
Un elemento fundamental de este proceso es la manipulación informativa. A la par de la acumulación de costos (en la forma de encarcelamiento masivo, uso de drogas en aumento, fortalecimiento de las redes de contrabando, infinidad de muertes en las fronteras y casi un millón de víctimas en la guerra contra el terrorismo), la opinión pública es sometida a un laberinto de espejos. Igual que la métrica de “recuento de cuerpos” que usaba Estados Unidos en Vietnam, estas estadísticas horrendas son distorsionadas para que parezcan prueba de éxito.
Bajo influencia de la “nueva administración pública” (una escuela de pensamiento que apunta a dar a la gestión pública un carácter más empresarial), burocracias atentas al presupuesto se lanzan en una competencia creciente por exhibir “buenas métricas”. Y esto incluye las guerras.
En la guerra contra el terrorismo, las cifras de insurgentes muertos se usaron para proclamar “victorias” contra Sadam Huseín, Al Qaeda en Irak y el Estado Islámico. En la guerra contra las drogas, se señala el “éxito” apelando a estadísticas sobre la cantidad de hectáreas de amapolas destruidas o la cantidad de soldados desplegados.
Este uso de los datos para crear una imagen positiva alimenta luego el asombro colectivo cuando las cosas terminan mal y el Vietcong captura Saigón o los talibanes entran en Kabul.
Abrir los ojos
En el juego político de los bárbaros, el miedo ha sido un amigo leal. Como señaló el general Douglas MacArthur en los años cincuenta del macartismo, “siempre ha habido algún mal terrible en casa o alguna monstruosa potencia extranjera lista para conquistarnos”, a menos que todos nos encolumnáramos detrás del gobierno.
Hoy, Donald Trump dice que los migrantes están “envenenando la sangre” de su país” y el primer ministro británico, Rishi Sunak, apela a un macabro juego propio al insinuar que los “enemigos” de los británicos usan las migraciones como un “arma” para desestabilizar a Europa.
Pero salir de la desastronomía es posible. Un paso importante es darnos cuenta del costo real de nuestras “guerras”. Es alentador que en muchos países la guerra contra las drogas esté dando paso a estrategias más centradas en la salud pública, conforme se tornan cada vez más evidentes los costos y fracasos de lo otro.
Pero en otros campos, estaríamos tentados a decir que el fracaso se ha convertido en el nuevo éxito. Los políticos compiten en dar promesas de “seguridad” frente a nuevas crisis que se alimentan mutuamente. Haciendo referencia a una muy desorientadora “policrisis”, Adam Tooze de la Universidad de Columbia señala con razón que ya no es posible una solución única. Pero pareciera que nuestra desorientación realza el atractivo de las soluciones rápidas.
Tenemos que superar la obsesión simplista con la reducción violenta de la oferta (sea en la forma de combatir las migraciones o librar una guerra contra el terrorismo). En vez de eso, podríamos empezar a ocuparnos de la demanda.
También debemos darnos cuenta de cómo este juego de “guerras” interminables está agravando la policrisis. Nuestros dirigentes, armados de métricas dudosas y de una política de distracción, siguen tocando el arpa mientras el mundo arde. Si no ponemos fin a la adicción a luchar contra bárbaros útiles, puede que al final los bárbaros terminemos siendo nosotros.
David Keen, profesor de Estudios del Conflicto en la London School of Economics and Political Science.
Ruben Andersson, profesor de Antropología Social en la Universidad de Oxford.
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