Por ambos lados del Atlántico, nada raro era (más que ahora) que un hijo prolongara el nombre de su progenitor o una hija, de su progenitora. En la realeza, los Jorges, Carlos, Felipes, etc., hacían fila. Luis XIV, por su mero nombre, junto con su correspondiente número romano, constituía un epónimo de toda una clase.
Nomen est omen (el nombre es un destino) proclamaban los romanos. Al atribuir una etiqueta nominal, se hacía votos por un proyecto de vida. Así, pero mucho más modesto, ocurrió en mi caso. Por expreso deseo de mi padre, me llamo Víctor, igual que él. Agradezco y confío alcanzar sus prominentes méritos humanos, profesionales y morales.
Aquello deja huella, actúa como predestinación. Mi caso, en algo se me parece al de Dalí, a quien con frecuencia le recordaban que vino al mundo en remplazo de un Salvadorcito. Igual, de pequeño, me queda el frecuente recordatorio del otro, mi alter ego, que sobrevivió solo pocos meses.
Esa siembra interpretativa, verbal, históricamente ha ido acompañada de diversos ritos gestuales. Entre los romanos clásicos, al vencedor en el circo de entonces, el césar lo visualizaba poniendo su pulgar para arriba, signo de un victor, un vencedor. Para los no elegidos valía el vae victis o ay de los perdedores: ¡A los leones!
En esa antigüedad europea, los clásicos anhelaban la victoria, luchaban por ella, como también reconocían cuando hubiera una victoria pírrica, momentánea, engañosa. No puede dejarse de considerar como algo premonitorio que mucho después, en la Inglaterra del siglo XIX, la reina —no tan por casualidad llamada Victoria— se sentía destinada a ser dueña del mundo.
Siguiendo la línea histórica, ya en el siglo XX, de vítores se llenó Garibaldi, italiano de múltiples campos de batalla que al entrar triunfalmente en la ciudad de México, en 1911, iba con Madero, jefe de la revolución, subidos ambos a uno de los primeros automóviles —abreviado autos—, encabezando el desfile de la victoria.
Al poco tiempo, el no tan bendito Mussolini, en la década de los veinte, reforzó aquella teatralización de vencedores retomando de los romanos la simbólica colección de flechas —las fasces— que por su mera exhibición abierta y provocativa asustaban, y auguraba ganancia en el campo político.
Aquel anagrama de “victor” color rojo, que durante siglos había figurado en la Universidad de Salamanca en varios edificios, yo lo vi con orgullo, muchos años después. De manera elegante combinaba las letras de mi nombre, en signo de superación. Pero durante la guerra civil española resultó mancillado por el infeliz fascista Millán Astray al lanzarle al rector Unamuno su fatídico “muera la inteligencia, viva la muerte”.
Ya en los años cuarenta, quizá acordándose de las cuatro primeras notas de la V de Beethoven, compatriotas míos (entre ellos, otro Víctor, de apellido Laveleye) utilizaron aquello en morse como código; después, esa misma secuencia resultó adoptada por la misma BBC como su indicativo. Y ya al finalizar la Segunda Guerra Mundial, por lo menos en su capítulo europeo (porque a escala mundial el conflicto demoró hasta agosto), Winston Churchill, primer ministro británico, asoció el signo con los dedos, figurando la V de victory.
¿Ahora? Los héroes están de capa caída; “cantar victoria” se ha generalizado hasta con mi perfume, de nombre Invictus. Ni hablar del calzado Nike, que sin pena ni gloria destruye totalmente la original simbología de nike por victoria. Se veía como insigne mujer-mensaje, incitadora, provocadora, en la proa de los antiguos barcos helenos.
Otro punto, pero relacionado, cada día nuestro va para una victoria o una derrota. Ante el postrero combate de cada uno, sigue válida la fatídica advertencia bíblica: “Nadie sabe el día ni la hora”. De esa estación final no escapó ni el Che Guevara, pese a su estridente lema de “hasta la victoria siempre”.
El autor es educador.