Una apuesta fallida por crear un paraíso terrenal surgió a comienzos del siglo XX con la idea de que para alcanzar la felicidad había que abandonar la ciudad.
En 1925, el arquitecto Le Corbusier propuso derribar parte de París para construir una serie de idénticas torres de 60 pisos en forma de cruz. De haber tenido éxito, habría arruinado estéticamente a la venerada Ciudad de la Luz.
Pero la idea de Le Corbusier fue acogida por gobiernos socialistas, como el de Juscelino Kubitschek, para intentar crear desde cero la ciudad perfecta y totalmente equitativa en lo que hoy es Brasilia, cuya belleza estética tuvo un costo muy alto, principalmente para la gente que vive en las afueras, lo que exacerbó la inequidad que se suponía iba a corregir.
El advenimiento del automóvil y el lobby realizado por Henry Ford para sacar a los peatones de la carretera, con el fin de dar cabida a más autos e incrementar la velocidad de circulación de estos, al descriminalizar los asesinatos en carretera —que convenientemente pasaron a ser llamados accidentes de tránsito—, terminaron de forjar la idea de que los vehículos privados librarían a las personas de vivir en el centro de la ciudad para que pudieran refugiarse en suburbios autosuficientes, en una nueva clase de utopía urbano-rural.
El sueño era que el individuo fuera libre de sembrar su propia familia donde quisiera para que, de la mano del automóvil, alcanzara verdadera libertad, democracia y autosuficiencia.
Lamentablemente, la búsqueda de la felicidad incumplió estas promesas y ha llevado a millones de personas a vivir en casas desvinculadas, endeudadas y lejos de las fuentes de empleos, en lo que se conoce como las ciudades dispersas o exurbios, pues perdieron toda referencia urbana, pero tampoco son rurales.
Los problemas de los exurbios son multitudinarios y van desde ser parte de las causas de la crisis subprime en Estados Unidos hasta de los problemas de obesidad, trastornos mentales y drogadicción, principalmente en los niños, porque pasan más tiempo solos en los exurbios.
Si reconocemos la complejidad detrás de crear un paraíso terrenal, ya habremos dado el primer paso para alcanzarlo. Lo primero que debería ser revisado son todas las políticas públicas que lejos de ayudar a fortalecer las ciudades las han venido desertificando.
Parte de esta revisión puede ser controversial, porque implica ver con nuevos ojos el papel subsidiario del Estado en el mantenimiento de carreteras, que se da gratis a los conductores privados. Además, esto origina otros costos indirectos para el gobierno, que pueden ser aún más elevados a largo plazo, puesto que obliga a dar servicios públicos, como educación, salud, agua, electricidad, aseo y recolección de basura, en zonas cada vez más alejadas.
Al mismo tiempo, se erosiona la capacidad de recaudación al debilitar las ciudades, que son los motores del crecimiento económico y la acumulación de riqueza desde el inicio de la historia humana.
Esto causa lo que el autor de Strong Towns acuñó como efecto babel, es decir, una bomba de tiempo que conduce a cientos de ciudades en Estados Unidos a una muerte lenta, sin que siquiera se tenga conciencia de ello.
Como alternativas al automóvil, el Estado debería invertir en medios de transporte masivos. Si se puede redistribuir parte del espacio de la carretera para la utilización de medios más eficientes de transporte (como un tranvía o bicicletas), el costo de llevar a cabo estas otras inversiones se reduce dramáticamente por la utilización de infraestructura existente.
Una vez hecha esta primera revisión de políticas públicas hay que pasar a una segunda fase, en la cual se incorporan nuevos instrumentos para que se fortalezca aún más el dinamismo de las ciudades. Uno de estos es un mecanismo para que el costo privado de mantener edificios en abandono —como ocurre actualmente en San José— sea igual al costo social de mantenerlos en ese estado.
Un lote o edificio abandonado no solamente es un espacio desaprovechado; también genera potenciales peligros, como delincuencia y problemas sanitarios. Por tal razón, los dueños deberían pagar mayores impuestos cuando sus propiedades se encuentren en desuso, y esto se puede lograr mediante un mecanismo ideado por el economista Arnold Harberger, que se basa en tres principios: el precio de todo bien (un edificio, por ejemplo) debe estar inscrito en un padrón centralizado, el padrón debe ser público y el precio debe ser vinculante.
Si el dueño indica que el bien vale 100, debe pagar impuestos sobre este valor. Sin embargo, estará sujeto también a que cualquier persona lo compre en este valor.
Si el precio real del edificio es 120, más vale que lo suba a 120 para no arriesgar perder parte de su patrimonio, aunque deberá pagar impuestos mayores de los que pagaría si lo mantuviera infravalorado en 100. Esto genera un mecanismo para que todos los dueños de propiedades declaren el valor real y los recursos de la ciudad puedan ser asignados a un mejor uso a largo plazo.
Lo anterior sería tal vez la mejor propuesta para hacer más dinámicas e inclusivas las ciudades, ya que se evitarían las rentas monopólicas. Por ejemplo, si alguien pretende especular con el precio de la tierra, lo que hará es subir el precio, con la esperanza de producir una renta muy alta en un futuro lejano, aun si a corto plazo el edificio se mantiene en desuso.
Sin embargo, dado que al subir el precio en el padrón inmediatamente aumentan los impuestos, el precio tenderá a acercarse al verdadero valor que tiene para su dueño y la sociedad. Una medida menos radical, pero con un alcance similar, es asemejar el desuso de lotes o edificios a un “mal” para la sociedad y, por tanto, expuesto a ser multado por la municipalidad correspondiente.
Al hablar con mi padre sobre la importancia económica y social de rescatar las ciudades, le pedí que imaginara llevar el progreso actual al cantón de Grecia de su infancia, con calles libres de autos, que permitían a los niños jugar bádminton con el cableado eléctrico. “Sería el paraíso”, me respondió.
El autor es economista.