Los flujos migratorios son extremadamente complejos en sus características y manifestaciones. A lo largo de la historia, han estado ligados a oportunidades dispares entre países, exclusiones, persecuciones, conflictos internos, desastres naturales, reunificaciones familiares y afanes de superación. Con pertinaz frecuencia han sido manipulados y explotados por una de las peores manifestaciones de la delincuencia transnacional organizada: el tráfico de seres humanos como un lucrativo –a la vez que perverso– negocio.
Cuando factores como los mencionados se agudizan por la escalada de la violencia, las masacres y la intolerancia, o por el virtual colapso de algunos Estados y los cambios de política en países receptores, se producen verdaderas tragedias migratorias. Con su intensidad y visibilidad, proyectan otras aún más grandes: las que se desarrollan en los países o regiones de donde provienen los migrantes.
A mediados del pasado año, hizo crisis el flujo de menores migrantes desde Guatemala, Honduras y El Salvador hacia Estados Unidos, vía México. Según las autoridades estadounidenses, en poco más de ocho meses (octubre del 2013 a junio del 2014), la cifra registrada llegó a 52.000 menores. Nadie sabe cuántos habrán muerto en el intento. El disparador inmediato de este éxodo fue la violencia que azota a los tres países, con particular efecto sobre los jóvenes, pero entre las causas más profundas están la falta de oportunidades, la exclusión y, por supuesto, la acción de los traficantes. La capacidad y recursos del país receptor permitió que, en este caso, la tragedia fuera contenida, y ha dado paso a una iniciativa por mejorar las políticas e impulsar el desarrollo en el “triángulo norte” de Centroamérica. El éxito, sin embargo, aún está por verse.
En el primer semestre de este año, la crisis migratoria en el Mediterráneo y el sudeste asiático hacen palidecer lo que ha acontecido en la región mesoamericana.
Entre enero y abril, la cantidad de migrantes que han muerto en su intento de trasladarse del norte de África a Europa se ha multiplicado por más de 17, para llegar a un total estimado de 1.800. En los peligrosos mares que rodean a Bangladés, Myanmar, Tailandia, Indonesia y Malasia, la situación es aún más dramática. En este momento, miles de personas se encuentran virtualmente a la deriva, sin países dispuestos a recibirlos.
Ambas tragedias tienen orígenes muy claros y también difíciles de abordar. En el primer caso, la agudización de los serios problemas socioeconómicos y de violencia que afectan el África subsahariana, Iraq, Siria y Libia, sumados al sectarismo, la virtual desintegración de estos tres últimos países y la incapacidad de atender a los desplazados in situ , ha multiplicado el flujo, así como el negocio de los traficantes. La crisis se ha trasladado a la Unión Europea, que todavía no ha sido capaz de articular una respuesta suficientemente sólida y a largo plazo. Por el momento, sus 28 países están negociando una distribución más equitativa de los migrantes y refugiados, y han decidido tomar acción militar contra los traficantes, siempre que obtengan el aval del Consejo de Seguridad y los países involucrados del norte de África. Lo que no sabemos es qué pasará entonces.
En el sudeste asiático, el problema no es nuevo, pero sí las circunstancias en que se manifiesta. Desde hace varios años, poderosas mafias han controlado un permanente flujo de migrantes de la minoría musulmana rohinyá desde Bangladés y Myanmar hacia Malasia, vía Tailandia. Recientemente, sin embargo, el Gobierno de este país decidió cambiar su política de tolerancia y cortar el acceso. Sin un destino de paso en el cual depositar su “carga” humana, los traficantes optaron por dejarla a su propia suerte, con las terribles consecuencias que esto implica. Si difícil ha sido que la UE pueda coordinar sus políticas, mucho más complejo lo será para los países del sudeste asiático. El miércoles, al fin, Indonesia y Malasia decidieron recibir temporalmente a alrededor de 7.000 migrantes a la deriva, con una serie de condiciones.
¿Qué hacer ante estas tragedias? Los problemas de origen no se podrán resolver por décadas. Pero, al menos, la comunidad internacional debe abocarse a contener las partes más inhumanas del fenómeno y a gestionar de manera más eficiente los flujos, con una acción concentrada en los países de origen y su inmediata vecindad. En este, como en otros casos, la responsabilidad de proteger enunciada por las Naciones Unidas no solo debe ser un concepto, sino una práctica multilateral que conduzca a acciones más enérgicas para, al menos, contener las tragedias.