Todos debemos sentirnos aliviados porque el pasado miércoles fueran excarcelados los dirigentes más destacados de las protestas y resistencia civil en Nicaragua, así como periodistas apresados por ejercer su trabajo con responsabilidad e independencia. Entre estos últimos, destacan Lucía Pineda, quien tiene la nacionalidad nicaragüense y costarricense, y Miguel Mora, director de 100% Noticias, la televisora informativa donde ella trabajaba. Que las 56 personas incluidas en ese grupo puedan, al fin, dejar las precarias condiciones en que se mantenían encarceladas es un triunfo para su libertad y dignidad, que celebramos.
A la vez, sin embargo, debemos sentirnos indignados por la maniobra legislativa que condujo a su salida de prisión. No se trata de una liberación plena, que les permita retomar sin limitaciones sus derechos ciudadanos y disfrutar de un debido proceso legal; al contrario, se sustenta en una vergonzosa ley de “amnistía” aprobada el sábado 8 por la mayoría sandinista impuesta en la Asamblea Nacional de Nicaragua, cuyo real propósito es otorgar impunidad a los policías y paramilitares del régimen que han reprimido y asesinado a centenares de nicaragüenses, en su mayoría jóvenes, a partir del 18 de abril del pasado año.
Por un lado, la norma impedirá —mientras Daniel Ortega esté en el poder— el procesamiento y condena de personas involucradas en las graves violaciones a los derechos humanos durante las protestas desatadas en esa fecha. De acuerdo con los datos más conservadores, en ellas resultaron muertas alrededor de 340 personas, casi todas manifestantes, y 2.000 sufrieron heridas. Por otro lado, las víctimas de la represión quedarán como virtuales rehenes del régimen porque si volvieran a participar en los “actos” por los cuales fueron encarceladas, arbitrariamente, regresarán a prisión.
Por esto, al júbilo de ver a decenas de buenos nicaragüenses fuera de las cárceles debe unirse la condena y el rechazo por impedir que sus agresores y asesinos enfrenten la justicia. Tal decisión contradice los tratados internacionales y la práctica de los derechos humanos, según los cuales los crímenes de lesa humanidad ni prescriben ni deben quedar impunes. Lo dijo claramente la expresidenta chilena Michelle Bachelet, alta comisionada de las Naciones Unidas en la materia, al reaccionar a esa espuria ley: “Las amnistías por graves violaciones de derechos humanos están prohibidas por el derecho internacional. Estas generan impunidad, lo que puede llevar a más violaciones”. Además —añadió—, pueden socavar el derecho de las víctimas a un recurso efectivo, incluidos “las reparaciones y el derecho a la verdad”, y exigió que "las personas detenidas arbitrariamente en el contexto de las protestas o por expresar opiniones disidentes” sean puestas en libertad y sus procesos penales, desestimados.
La falsa “amnistía” no cumple con nada de lo anterior. He ahí su nula legitimidad y la indignación que ha generado en Nicaragua y el mundo democrático. Precisamente por esto tiene una gran debilidad: si en un futuro no lejano, como esperamos, al fin retorna la libertad a Nicaragua, los perpetradores de los asesinatos y la represión no tendrán otra opción que enfrentar la justicia penal, ojalá dentro del país, pero, si no, también fuera, gracias al principio de jurisdicción universal en el caso de derechos humanos y a la existencia de una Corte Penal Internacional.
Muchos de los excarcelados han declarado que, a pesar de la espada de Damocles que pende sobre sus cabezas, no cesarán en su oposición al régimen. Su valentía y empeño, como el de tantos otros nicaragüenses, es la mayor esperanza de que, muy pronto, la impunidad desaparezca, las víctimas sean compensadas y los represores, castigados.