Los talibanes de Afganistán proclaman al mundo, mediante publicaciones en Internet, la proeza de haber puesto fin a un feroz miliciano gubernamental, celebrado por su heroísmo durante el sitio de Uruzgan, distrito rodeado por las fanatizadas fuerzas rebeldes durante más de dos meses, el año pasado.
A las tres semanas de iniciado el ataque, el comandante de la guarnición cayó herido y el miliciano se hizo cargo de organizar la defensa los 44 días restantes. Wasil Ahmad tomó el mando, disparó cohetes desde los techos e inspiró la resistencia hasta el arribo de fuerzas amigas, en agosto. Lo trasladaron a territorio seguro, donde se le tributó el recibimiento reservado a los héroes.
Fue condecorado y fotografiado con casco y ametralladora, vistiendo un uniforme policial demasiado grande para su talla. No es fácil encontrar ropa militar para un niño de nueve años. Pasadas las celebraciones, la familia de Wasil, cuyo padre cayó en lucha contra los talibanes, decidió reintegrarlo a sus estudios de cuarto grado.
Así cumplió diez años. Ni uno más. Ya no era un niño, sino un símbolo cuya supervivencia resultaba intolerable a los talibanes, no obstante su retiro de la milicia y regreso a las aulas. El lunes, un motociclista lo asesinó de dos balazos en la cabeza, frente a la puerta de su casa, cuando salía a comprar verduras, como cualquier niño con un mandado. Los talibanes se atribuyeron, orgullosos, el éxito del atentado. No mataron un niño, dicen, sino un miliciano.
Wasil no tuvo la oportunidad de ser niño modelo o brillar en cuarto grado. Fue un estudiante mediocre, más interesado en conversar sobre asuntos militares, siempre proclive a jugar con armas y aficionado a manejar vehículos policiales. Un vecino atribuye sus inclinaciones al estímulo de las autoridades. Fue condecorado por heroísmo, por servir bien al Estado en una empresa bélica a la cual llegó de la mano de su tío, el comandante herido de la fuerza miliciana en Uruzgan. En cierta forma, lo habían matado mucho antes de que lo alcanzaran las balas de los talibanes.
Para matar y morir, a Wasil le bastaron diez años. Vale la pena buscar sus fotos en Internet para vencer la incredulidad ante la barbarie de los dos bandos: el que lo incorporó a la guerra y el que le cobró haberse incorporado. Salvajes unos y otros, sin perdón de Dios, no importa el nombre empleado para invocarlo. Si Hernández lloró al niño yuntero, no hay metáfora o símil bastante para llorar al niño soldado.