Alrededor de estos hechos han surgido actos pirotécnicos y artilugios argumentales diversos.
De la pirotecnia forma parte la indignación del magistrado Cruz por recibir una virtual amenaza de “mandos medios” de la Contraloría. Entre los principales artilugios, alegados por la Corte, están que esos funcionarios no tenían competencia para “dar instrucciones” a su presidente; que lo ordenado es legalmente improcedente y que, para tomar cualquier acción, debe esperarse a que la Sala IV resuelva una acción de inconstitucionalidad presentada por el diputado Pedro Muñoz contra el acuerdo del 18 de marzo.
Todo eso será dilucidado en los tribunales. Por ser sus miembros jueces en el tema, debemos confiar en la rectitud de quienes decidan y rogar por que lo hagan con absoluta independencia y rigor.
Sin embargo, nada de lo anterior debe nublar la esencia del caso. Tiene dos partes. La primera, si un componente del Estado —el Poder Judicial, pero también las universidades públicas— está por encima de las leyes y puede aplicarlas a su antojo. La segunda, más importante, si —con independencia de cómo se responda a la primera— es justo, digno, honesto y legítimo que la Corte se desentienda de la suerte del resto de la sociedad y defienda sin rubor privilegios insostenibles y ofensivos.
Mi respuesta a ambas partes es que no. Mi instancia: por elemental decencia, responsabilidad y hasta sentido de supervivencia, los magistrados deberían anular de una vez su decisión inicial y actuar como ciudadanos plenos, no como dioses sordos de un olimpo deslegitimado. ¿Cajita blanca para mí?
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El autor es periodista y analista.