La tragedia es que, cuando esto ocurre, la factura no la pagan los diputados, sino el sistema democrático. Lo vivimos el 4 de febrero. He aquí la gran perversión política del procedimiento, a la que se suman costos fiscales y distorsiones en los programas estatales.
Su último ejemplo saltó la pasada semana, cuando 40 de 43 diputados presentes, de todos los partidos, aprobaron en primer debate una “bonificación” extra a los empleados del moribundo Bancrédito. Su costo: ¢3.000 millones. Solo se opusieron Natalia Díaz, Otto Guevara y Ottón Solís. De nada valió que el interventor, Marco Hernández, calificara la decisión de “ruinosa” para el Banco; de nada, el rechazo de Hacienda. “No es con nosotros”, parecieron responder los consensuados. Ahora el Ejecutivo hace esfuerzos desesperados por frenarlo.
Meses atrás, a pesar de su impacto fiscal, la Comisión Plena Primera avaló el traslado hasta de 6.000 educadores del régimen de pensiones de la Caja al del Magisterio; luego reculó, por presión pública. Hace casi diez años, una ley regaló la calle 13 bis, en San José, a un grupo de comerciantes de artesanías. Después de un veto (Óscar Arias) y su retiro (Luis Guillermo Solís) la Sala IV frenó la jugada y dispuso su traslado a un nuevo mercado. El proceso no ha concluido. Además, se han vuelto recurrentes las condonaciones de deudas a algunas cooperativas. Y podríamos seguir contando.
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De cara a la segunda vuelta, es importante evitar que al sesgo clientelista de la Asamblea se llegue a sumar el Poder Ejecutivo. Sería el peor consenso posible. Gobernar no es un juego de transacciones para beneficiar a unos a costa de todos; es una búsqueda constante de equilibrios complejos en favor del bien común.
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