No es fácil decir cuándo precisamente ese encuentro tuvo lugar. No es suficiente aducir que era educado en una familia católica practicante, porque eso supondría negar orígenes remotos, pero tampoco sería totalmente cierto afirmar que eso fue alienante en mi vida, porque para nada tener fe fue una experiencia traumática. Claro, reconozco que muchas personas, provenientes de experiencias religiosas intensas, han necesitado rebelarse ante las figuras de Dios impuestas por su educación básica. A mi favor, debo decir que mi experiencia no fue así, porque ser cristiano católico tenía un gran sentido de humanidad para mis padres.
Responsabilidad, amor, compromiso por el otro, fidelidad y sentido común eran componentes esenciales de la fe para mis progenitores. Dios no era un enemigo, sino un amigo con quien se hablaba en confianza: “¡Oh, niñito Jesús, quiero ser como tú! Protege a mi mamá, a mi papá, a mis hermanitos, a mis amigos y no te olvides de mí. ¡Quiero ser como tú! ¡Oh, niñito Jesús!”. Eso recitábamos cada noche con nuestra madre antes de dormir y ella, como una sacerdotisa, nos bendecía tres veces. El mundo entero entraba en esa simple oración.
Mi madre, ahora de avanzada edad (sería impertinente para ella decir cuántos años tiene, por lo que me contengo), ha vuelto a hacer los mismos gestos que repetía cotidianamente cuando éramos niños. Todo un símbolo que nos remite a lo esencial, a la formación medular que nos ha hecho personas adultas. Parece mentira, pero eso me hecho reflexionar mucho como fraile y sacerdote: ¿Cuándo Dios ha entrado en mi vida? Podría decir que desde siempre, porque Dios era cordial y bello, pero al mismo tiempo esta afirmación es errónea.
Libros. Con el pasar del tiempo, siempre educado en instituciones católicas, mi idea de Dios fue evolucionando. De la ternura de una madre pasó a ser conocimiento, reto, inteligencia y curiosidad. Sí, al principio Dios me resultó algo que tenía que aferrar como concepto. Mis primeros pasos en el tomismo me aferraron a esa idea: si Dios es amor, este tenía que ser lógico.
Me interesé en leer lo que podía sobre Dios. Desde las imágenes de santa Teresa hasta la bella poesía de san Juan de la Cruz, los autores espirituales de moda y las reflexiones de personajes famosos como Buda o Gandhi, colmaron mi atención. Una experiencia maravillosa fue ese inquirir sobre Dios, porque llenaba el alma de inquietudes. Entonces, cayó entre mis manos una biografía de san Francisco (que ahora considero muy mala).
Puerta abierta. Terminado el libro, una simple pregunta inocente no me dejó dormir por tres días, no era una cosa mía: lo analicé desde todos los puntos de vista posibles. En ese entonces, estudiaba matemática pura en la UCR (que no era precisamente un espacio para fomentar la fe). Pero la fuerza que generó esa pregunta fue más fuerte que yo, parecía una voz insistente que atenazaba mi corazón hasta que, cansado, dije “los buscaré” y terminé tocando a la puerta de un convento franciscano. Lo cierto es que al decir “sí” esa noche pude dormir, así que cumplí mi promesa. No había nada de coacción, ni de pérdida de la libertad. Nunca me sentí cohibido para decir “basta”, pero lo que me trajo como resultado al tocar aquella puerta no puede ser medido.
En efecto, de Costa Rica me mandaron a una experiencia fuerte en Honduras entre los pobres, de vuelta a la patria los retos intelectuales me sucedían uno tras otro. Mis profesores se esforzaban para que pensáramos, para que asumiéramos la responsabilidad de animar al pueblo, para que no nos dejáramos sacudir por las tendencias de la moda simplista y superficial. No era solo la filosofía y la teología las materias que tejieron una racionalidad, también lo eran la sociología, la antropología y la psicología que nos empujaban a abrir la mente. ¡Y todo en nombre de Dios! Por su parte, los frailes nunca dejaron de mandarnos a experiencias fuertes en medio de la gente simple, pero fervorosa, trabajadores de la tierra marginados, pero esperanzados, que en los templos expresaban una fe en Dios que te hacía avergonzar.
Fue entre esa gente que, a pesar de mis temores iniciales, solicité especializarme en Biblia: sabía tan poco, que la sed que ellos tenían del análisis histórico crítico y literario del texto bíblico hizo darme cuenta de que no estaba lo suficientemente preparado para afrontar su crecimiento espiritual.
El camino a la libertad. El encuentro con Dios… ¿cómo lo podría definir? Tal vez la mejor forma de hacerlo es compararlo con la narración del Éxodo. Dios escucha el clamor de su pueblo, oprimido por el faraón. De hecho, creo que escuchó mi tímida plegaria (porque era llena de orgullo y sinrazón) de querer ver su rostro. Él seguramente lo interpretó como un ansia de liberación de mis preconceptos y limitaciones. Me convocó a la libertad y comenzó la lucha contra el faraón que me oprimía, mi propio ego. Me llevó al Madián de Tegucigalpa, donde manifestó su omnipotencia en medio de los pobres, me hizo pasar por el desierto de la depuración de mis estudios, me condujo a la tierra prometida de la zona sur y me llevó al destierro de mis estudios en Roma.
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¿Todo eso para qué? Para que reconozca mi total dependencia de mis amigos, de mis enemigos, de mis contrincantes, de la historia y de mis condicionamientos familiares, sociales, culturales y geográficos. Solo así podría seguir sintiéndome invitado por él a caminar por innumerables desiertos. La vida humana en relación con Dios es así, un continuo caminar de la opresión hacia la libertad.
Una vez una estudiante del Saint Francis me preguntó porqué me hice fraile, pero inmediatamente me alertó que no tenía que aducir esas respuestas cliché de toda la vida: porque sino lo hiciera me traicionaría, porque es más fuerte que yo, porque el fuego de Dios me empujó… Me dijo que eso era paja, me miró a los ojos y me preguntó “¿Por qué, fray?”. No supe definirlo con exactitud, pero lo dije en una frase incompleta, “Porque así soy libre”. Se sintió complacida, pero me dejó inquieto, porque hizo preguntarme “y, ¿qué es la libertad?”. Hoy podría responder que significa ser lo que soy sin temor ante Dios y reconocer que soy parte de un pueblo que necesita de él para obtener su libertad.
El autor es franciscano conventual.