Este retrato vive en Roma, en la Via del Corso, 305. No se desanime: todos los caminos llevan a Roma y usted, si persevera, se topará con Roma más temprano que tarde.
La casa que usted debe visitar para admirarlo no es poco ostentosa; se trata de un verdadero palacio. Así se llama: Palazzo Doria Pamphilj. Le ha pertenecido a la familia del retrato por generaciones. Allí está su habitación, en una esquina estratégica desde la cual es posible divisar dos extensos pasillos fastuosos. No le falta buena compañía: obras de Rafael, Tiziano, Caravaggio, Bernini y Brueghel el Viejo.
Nació entre 1649 y 1651. Un parto lento, no faltaba más. Déjeme contárselo desde el principio. Para ello, remontémonos a la historia de su creador, Diego de Silva y Velázquez. A diferencia del retrato, Velázquez vino al mundo con rapidez, probablemente el 5 de junio de 1599. Su abuelo materno era calcetero; a él lo destinaron al oficio de pintor de imaginería. Con la prisa propia de los genios, superó a los maestros. Aprovechó para casar con la hija de uno de ellos, un tal Pacheco, artista flojo pero con influencias muy importantes, las cuales suelen hacer falta.
En su natal Sevilla, el joven Velázquez creó sus primeras obras, tan buenas como esa inolvidable Vieja friendo huevos; la ejecutó —cuesta creerlo— un muchacho que no había cumplido los veinte años. Pacheco no era envidioso del talento ajeno: favoreció al yerno, que terminó pintando al mismísimo rey de España, el siempre poco agraciado Felipe IV. También pintó a la familia real, a los bufones, a los perros de palacio, a las monjas que hacían de niñeras, a Esopo y a Vulcano y Apolo (de oídas), al Conde Duque de Olivares, quien mandaba en toda España porque Felipe IV no tenía tiempo para la política, a sí mismo, a hilanderas, herreros y borrachines porque nunca se olvidó de su pobreza primera, y hasta a un señor que viene bajando las gradas en el famoso cuadro de Las Meninas y nadie sabe quién es.
Velázquez poseyó tanto talento que en realidad fueron dos talentos. Una exquisita habilidad con el lienzo y una capacidad para conocer a las personas que le permitieron pintar la psicología profunda de todo aquel que posó para él. Velázquez capturó, en el mejor sentido de este verbo carcelario, a cada uno de sus modelos. Ahí está, entre otros, el sufrido poeta don Luis de Góngora, a su nariz pegado.
Ahora paso a hablar del otro padre del retrato, pues son dos, ambos hombres, pese a los homofóbicos. Giovanni Battista Pamphilj sí que tenía alcurnia: no se sabe a ciencia cierta si entre sus antepasados estuvo el propio papa Alejandro Borgia; no hay duda de que el duque de Nepi y Camerino, el niño de Roma (dicho con todo cariño, el Infans Romanus) fue su tatarabuelo. Hijo de tigre sale pintado: se hizo papa él también.
Convertido ya don Giovanni no en ópera de Mozart sino en Inocencio X, y conocedor como lo era de que Felipe IV estaba pasando a la posteridad como un tonto de capirote gracias a Velázquez, el papa, que de tonto no tenía un pelo, quiso verse retratado por esa sabia mano. Su viajecito había echado a España antes de ser pontífice, de modo que el pintor le era muy familiar. Ya lo he dicho: dos años, tal vez más, tardó Velázquez, en Italia por entonces, ejecutando el cuadro; Inocencio estuvo posando menos rato, pues cómo se le va a pedir a un papa que se esté quieto tanto tiempo.
No era este Inocencio X una buena persona. Se opuso a la paz de Westfalia, que terminó con la guerra de los Treinta Años; le parecían pocos. Velázquez lo vio y lo supo y lo pintó. “Vine, vi y pinté”, pudo haber dicho. El retrato refleja la maldad de un ser que, si existe el infierno, ahora debe tenerlo a él ejerciendo de pontífice. La mirada es como para que al diablo mismo le meta miedo. Las garras que tiene por dedos no son realmente garras, pero así lo parecen: esa es la maestría de Velázquez; sugiere sin pintar abiertamente, tal como la abundancia del rojo evoca el fuego demoniaco.
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La historia termina con la reacción del papa al verse retratado: Troppo vero! (¡demasiado real!), dicen que dijo. Un desconcierto sutil, un fino enojo, una voluntad finalmente rendida ante un arte supremo tuvieron lugar. Agradeció a Velázquez con una medalla y una cadena de oro, en apariencia uno de sus pocos actos bondadosos. Era su cuerpo y, más importante, era su alma, lo que estaba pintado. Lo creemos incluso quienes no creemos en la existencia del alma humana: la de Inocencio X se exhibe allí, en la Via del Corso, 305.
El autor es escritor y catedrático de la Universidad de Costa Rica.