Quino era un poeta. Un gran poeta del humor. Los ha habido pocos, en la historia del mundo: Charles Chaplin, Buster Keaton, Jacques Tati, Stan Laurel y Oliver Hardy, y Cantinflas (a quien Chaplin llamó en cierta ocasión “el mejor cómico del mundo”). No incluyo a Gómez Bolaños y su troupe, porque honestamente no siento que esté al nivel de los antes mencionados, aunque su ingenio e inventiva sean, por supuesto, innegables.
Sí, Quino era un poeta. Su obra reboza de ternura. Los personajes de Mafalda, que vivieron de 1964 a 1973, están trazados con ternura. Es imposible no quererlos. Y en ello radica, creo yo, la simpatía imperecedera que nos inspiran. Cuando Quino decidió matar a Mafalda en 1973, el mundo por poco se vuelve loco. Le llovieron al dibujante las ofertas (incluidas esas a las que por principio nadie dice “no”), los ruegos, las lacrimosas súplicas de miles de lectores para quienes Mafalda era una amiga íntima, una habitante de sus mundos interiores. Pero Quino se mantuvo irreductible: si no mataba a Mafalda se iba a volver loco.
Observen, amigos, que los personajes que enumeré en el primer párrafo tiene todos en común el rasgo de la ternura. No basta con hacer reír a la gente: hay que hacerla reír de una manera significativa, particular: una risa que no solo proceda de la inteligencia, sino del corazón. Esto es difícil, porque el corazón (que siempre opera por asociación cordial -de cor, latín por corazón-) no es precisamente conocido por su sentido del humor: su tendencia natural es a identificarse, a acercarse, a generar empatía, a correr al auxilio de aquel infortunado de quien reímos. Es por eso que la risa es mucho más hija de la inteligencia que del corazón. La inteligencia nos disocia, nos desidentifica, nos aleja cordialmente de la víctima generadora de la risa. Pero hay humoristas como Quino que parecen traerse abajo esta vieja tesis (el filósofo Henri Bergson habla de ella en su libro sobre la risa), y nos demuestran que se puede reír desde la ternura, desde la misericordia, desde la compasión (facultades asociadas habitualmente al corazón, no a la inteligencia: compasión: padecer-con: la identificación que supuestamente anula la risa y nos mueve a la acción socorrista y solidaria).
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Inspirado por La Pequeña Lulú, Quino emprende el titánico trabajo de recrear el mundo de los niños desde la perspectiva del adulto. Nos regala a Mafalda, pensadora, filósofa, activista social a su manera; a Susanita, la chismosa del barrio, indiferente por completo a los males que aquejan a la sociedad, y que se permite decir: “Yo no veo cuál es el problema con los pobres: ¡basta con esconderlos!”; a Felipito, una macolla de nervios: hipocondríaco, inseguro, frágil, paranoide; al inocente Miguelito, con sus hojas de lechuga a guisa de pelo; al Guille, cuyo humor está tomada de la gestualidad, la palabra, el discurso aún larval del bebé; a Manolito, el más “bestia” del grupo, encerrado en su visión mercantil del mundo, y soñando eternamente con ser el gerente de una transnacional, pero también enternecedor, en su falta de luces intelectuales; a la diminuta Libertad (el sarcasmo social es evidente); y a papá y mamá, que se descubren constantemente desbordados por las salidas, preguntas y reflexiones de Mafalda. Todo un microcosmos social, con personajes perfectamente individualizados y esculpidos con mano amorosa de creador. La escritora y pintora Leonora Carrington solía tener una tortuga a guisa de mascota: la había llamado “Burocracia”… algo que podría haber salido del mundo de Quino.
Sí, Joaquín Lavado ejercía la crítica social, pero lo hacía con misericordia por sus personajes, lo hacía sin ensañarse en ellos, sin perversidad, con una mirada -vuelvo a la palabra clave- de ternura que los envolvía en una especie de halo poético y protector. Es lo propio, como ya hemos visto, de los más grandes humoristas de la historia. No era un frío escalpelo practicando un brutal corte histológico en la piel de la sociedad. No había nada punzocortante en su humor, pero no por ello dejaba de ser certerísimo, y caía con precisión de rayo láser sobre los tumores y pólipos de nuestra sociedad, para erradicarlos del organismo.
Mafalda y sus amigos son seres tan reales como usted o yo, querido lector: nos habitan, han tomado nuestras almas y viven en ellas como inquilinos, son residentes a perpetuidad de nuestra conciencia. En cierto modo, Mafalda representa uno de esos casos en que el personaje mata a su autor, tiene más presencia en la cultura que su progenitor. Ya mismo: ¿qué me pueden ustedes decir de la persona civil de Miguel de Cervantes? A lo sumo que era manco. En cambio, ¿cuántas cosas pueden decirme del Quijote? Sabemos el nombre de su caballo, escudero, amada, quimeras, ideales, varias de sus aventuras, conocemos su alma de idealista intoxicado de caballería, podríamos dibujarlo ya mismo, estamos perfectamente conscientes de sus rasgos físicos, se han hecho con él películas, adaptaciones teatrales, dibujos animados, caricaturas, grabados (los de Doré), musicals de Broadway, óperas, ballets, poemas sinfónicos… ¿quién tiene a estas alturas más presencia en nuestra cultura: Cervantes o su hijo bien amado, que lo fagocitó, lo superó, se lo comió vivo para la posteridad? También Quino será devorado por sus personajes: a fe mía, es el más grande triunfo de que puede jactarse un autor.
No descanses en paz, Quino. Sigue allá, en la oscura, misteriosa dimensión que hoy habitas, dibujando historias de Mafalda, para que al llegar nosotros por aquellos lares, nuestra alma sedienta de risa, pueda encontrar donde pacer, donde abrevar, donde reconfortarse a la dulce sombra de esa poesía tuya, que nos hizo vivir mejor, ser más felices, y hasta un poco menos tontos.