Hacia el final de su vida, Philip Roth dijo lo mismo que el gran boxeador Joe Louis: “Hice lo mejor que pude con lo que tenía”.
Apenas en enero de este año, uno de los grandes autores del siglo XX decía que en el 2010, cuando terminó su novela Némesis y decidió su retiro, “no tenía la vitalidad mental o la condición física necesaria para montar y mantener un gran ataque creativo de cualquier duración”. El novelista callaba.
Para millones de lectores dentro y fuera de los Estados Unidos –donde representaba, por prolífico y talentoso, un gigante casi invencible–, que Roth dejara de escribir parecía incomprensible. ¿Cómo podía secarse una pluma tan prolífica? Pero, de todos modos, el gran asunto de Roth fueron los hombres complicados y el primero de ellos: él mismo.
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A finales de los 90, en un célebre ensayo en The Observer, David Foster Wallace lo agrupó junto con John Updike (motivo del artículo) y Norman Mailer como uno de los “Grandes Varones Narcisistas”, los hombres dominantes de la ficción realista de posguerra. La autoindulgencia, el egoísmo a veces misógino, el narrador insufrible: eso hallaba el ensayista (un hombre bastante complicado) en Updike, y lo conectaba con una generación autoexaminadora.
Sin embargo, esta exploración también lograba exponer las fragilidades inherentes a un hombre que crece en una cultura como la de aquella época, propulsada por la ambición, el éxito y la competencia.
Placer y muerte
Desde sus primeros libros, Roth encajaba en esta noción. Sin embargo, la gran cualidad redentora de su obra es el humor, el humor judío-americano, para el cual el autodesprecio es la cara visible de un orgullo intocable, primero del individuo y, segundo, del grupo, los demás judíos, aunque los rituales religiosos resultaran solamente ataduras a sus familias.
Esto empieza en Portnoy’s Complaint (El mal de Portnoy, 1969), un escándalo que vendió 400.000 copias y una joya que brilla intacta hoy, la confesión del “Raskólnikov de la masturbación”.
En su momento, hubo quien interpretó el libro como un ataque al judío, al judío americano como imagen viva del decoro y los buenos modales; era un golpe contra la burguesía de toda índole, desenfadado, orgulloso de su vida entregada al deseo... mientras se la cuenta al psicoanalista. “Con una vida como la mía, doctor, ¿para qué los sueños?”, dice Portnoy.
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La obra de Roth, por supuesto, se expandió y profundizó este examen del hombre-que-desea, pues puso en tensión los valores asumidos por su cultura como la norma. Basta con leer su American Pastoral (Pastoral americana, 1997; Pulitzer el año siguiente), sobre el deterioro del “sueño americano”, o The Human Stain (La mancha humana, 2000), muy a tono con nuestra era de corrección política y juicios sumarios en redes.
El deseo masculino, el cuerpo del hombre, sirven de ancla para explorar la debilidad y la ambigüedad inherentes a la búsqueda de la felicidad. “He tratado de ser intransigente al describir a estos hombres tal como son, cada uno cuando se comporta, excitado, estimulado o hambriento bajo el control del fervor carnal y frente a la variedad de dilemas psicológicos y éticos que presentan las exigencias del deseo”, dijo Roth al New York Times en enero.
Naturalmente, tal apuesta conlleva riesgos. En un artículo de esta semana, titulado “Lo que Philip Roth no sabía sobre las mujeres podría llenar un libro” (en The New York Times), Dara Horn lamenta que, al gravitar solo en torno a sí mismo y algún álter ego, Roth no pudiera representar con la complejidad necesaria las mujeres reales de la Nueva Jersey real que vivían con sus chicos de Nueva Jersey en la página. “Roth, quien alcanzó auténtica grandeza al representar a personas como él mismo, nunca tuvo la imaginación para darles alma a estas mujeres”, sentencia.
Ese debate no acabará. Como toda figura monumental, en torno a Philip Roth proliferarán por muchos años más debates, desencuentros, justos reclamos y también prejuicios. Es natural que un escritor tan consistente y popular se convierta en la lona donde se dirimen los conflictos sociales más acendrados de su época. Lo lamentable es que se pierda de vista lo importante: leerlo para juzgar por cuenta propia.
Y a Roth hay que leerlo, por su historia y por su hondura. Sus oraciones tienen una manera excepcional de golpear y moldear, de exhibir la fragilidad de sus personajes en lo que dejan por fuera y de dejar clara su ansiedad en lo que muestran con precisión.
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Hace unos días, Ramón Buenaventura, su traductor español, describió su estilo con hermosura, comparándolo con otro gigante al que tradujo: “Anthony Burgess, que interpreta el inglés como una sinfonía de exuberancia incontenible, y Philip Roth, que lo interpreta sentado al piano, entre la pausa exacta y el arrebato, mientras se ríe de la perfección”.
Tal es el toque de Roth: acompañar la vulgaridad de la elegante profundidad, emparejar el placer con la muerte en una sola oración: es como Portnoy, que eyacula en el trozo de hígado que luego se sirve en la cena familiar. “Así que... ya está usted al corriente de lo peor que he hecho nunca. Follarme la cena de mi mismísima familia”, le confiesa al doctor. Placer y horror.
Su mayor deleite, al final de todo, fue leer. No hubo tendencia literaria que no atrajera a Roth. En los 70, editó una serie de autores del Europa oriental que consolidó la fama de gigantes como Danilo Kiš y Bruno Schulz; hasta el fin de sus días seguía leyendo ávidamente lo que sus compatriotas publicaban. Todo para él fue la novela, como idea, como práctica, como erotismo.
Las dos cosas que más examinó Roth fueron la sexualidad y la muerte. Con ingeniosa simplicidad, así lo resumía en la Pastoral americana: “La vida es un breve periodo de tiempo durante el que estamos vivos”. Nada más. Comer, coger, leer.
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