La idea del laberinto inacabable es comúnmente asociada con la de prisión humana. Al propio tiempo, es un signo de esperanza que se identifica con el sendero sinuoso que conduce al conocimiento. Los caballeros andantes —aún sin precisar los pasos perdidos de Amadís de Gaula; de Lancelot, del propio Perceval (Parzival, o Parsifal), o del virtuoso Galaad—, entrecruzan sus rutas y senderos sin abandonar el espacio que les ha sido previamente delimitado. Cuando la ruta de un caballero solitario converge con una encrucijada, el adalid se ve obligado a la bifurcación de su propia vida.
Victoria Cirlot —autora de la cita que encabeza este artículo— discierne para el caso tres tipos de espacio físico: el de Lancelot —perpetuamente en duda ante las enigmáticas bifurcaciones—; el de Perceval —que responde a una resolución tomada con anterioridad—; y el de Galaad, a quien la autora denomina «el auténtico Teseo-Cristo del mundo laberinto». En correspondencia, Cirlot evoca entonces la idea de un laberinto moral —originado en Boecio—, y en su imagen del mundo como prisión inextricable.
Historias del Grial
Chrétian de Troyes abandonó este mundo dejando inconclusa su obra suprema —Li Contes del Graal— que delimita el umbral de la leyenda artúrica; pero serían Robert de Boron y Wolfram von Eschenbach quienes la desarrollarían hasta los extremos que conoció la Europa medieval. El primero es responsable de transformar el «grial» de Chrétien en «El Santo Grial». El autor británico lo transmuta —alquimia literaria— en el cáliz de la Última Cena, usado por José de Arimatea para recoger en el Calvario la sangre vertida por el cuerpo torturado de Jesucristo. Y, de conformidad con la leyenda generada alrededor de la curiosa pieza de orfebrería, ésta sería hallada únicamente por quien hubiera sido armado caballero, y mantenido una pureza de alma impecable.
La historia será concluida por Wolfram von Eschenbach —caballero bávaro y celebrado juglar—, pináculo de la poesía épica de su tiempo. El relato de Parzival no es otra cosa que un marco de confluencia entre celtismo y cristianismo, de forma que el lector del corpus artúrico experimenta la idea de que las aventuras vividas por sus héroes —Lancelot, Goores, Perceval, Galaad, o el venerable Arturo—, dan vueltas a su alrededor y regresan al punto de partida. Este efecto laberinto es potenciado por el engaño desplegado por convulsas fuerzas externas, encargadas de contaminar la pureza del caballero que protagoniza la aventura.
Para un occidental, el realismo mágico pudo tener su origen en el mundo artúrico, entre imágenes fantasmagóricas que nos hacen a todos —protagonistas y lector incluidos— dudar de la verosimilitud del relato. La narración del amor adúltero entre Ginebra y Lancelot —la esposa de Arturo, junto al más renombrado caballero de la Tabla redonda—, pudo ser real o fantástica; pero el episodio admite igualmente un encantamiento del mago Merlín, o una fantasía erótica recreada por la Fata Morgana.
La mitopoeia wagneriana asignará al perverso Klingsor tal rol contestatario, de forma que el antihéroe erija un castillo mágico habitado por la enigmática Kundry, y flanqueado por hermosas mujeres disfrazadas de flores, que atraen a los incautos caballeros.
El mito del laberinto y la iglesia gótica
Los caminos de la iniciación reprodujeron originalmente el movimiento del Sol y generaron la proliferación de laberintos y espirales sobre la base de petroglifos prehistóricos. Con el transcurrir del tiempo, el significado del laberinto concluyó por decantar en la abstracción, y sus contenidos esotéricos se apreciaron cada vez más distantes y enigmáticos para el no iniciado.
El laberinto adquiere mayor presencia a partir del siglo XII, con el surgimiento del modelo de catedral gótica aeropagita del Abate Suger. El dédalo de mayores dimensiones (267 metros) es indudablemente el de la Catedral de Chartres —dotado de un intrincado contenido místico, descifrado por Fulcanelli—; pero los encontramos similares en Laón, Amiens, Reims, Sens, y en la Sagrada Familia de Antoni Gaudí, en Barcelona. La percepción de cada laberinto se vincula con la salvación personal, puesto que su recorrido «supone la transformación del yo; y en el centro del mismo nos espera otro hombre, que somos nosotros» —afirma el erudito y musicólogo español Ramón Andrés.
La constante recurrencia a la magia oculta, o a la nigromancia, obra en los poemas artúricos de manera equivalente a la sensación de laberinto. Las fuerzas que se transponen en el camino del héroe utilizarán a su vez todo tipo de subterfugio para dificultar su camino. Goores, Perceval y Galaad —hijo de Lancelot— serán los únicos caballeros de la Tabla Redonda inmunes a las asechanzas del oculto adversario, y, por ende, los idóneos para coronar la empresa.
Parsifal y Wagner
«Fui a Bayreuth, como hicieron todos, y lloré profundamente escuchando el Parsifal» —escribió Claude Debussy a su amigo y biógrafo Louis Laloy—. Es probable que la fibra mística del compositor francés se viese dilatada más allá de límites soportables con la audición de la obra wagneriana. Ésta fue rotulada por su autor como Bühnenweihfestpiel, expresión equivalente a «magno festival escénico y sacro».
El filósofo francés Alain Badiou —prologado por Slavoj Žižek— considera que Wagner «pensó erróneamente que podría tratar al cristianismo de la misma forma que a los dioses paganos». Empero, correspondió a Parsifal —canto del cisne del compositor— la demostración de que fue Wagner quien asimiló el cristianismo, y no al revés.
El héroe encarnado en el Parsifal wagneriano fue el único mortal con capacidad para romper una cadena de estériles tentativas, entremezcladas con elaborados artificios, y así culminar exitosamente el laberinto de la vida. Parsifal pervive en el espejismo del mundo actual a la manera de una missa solemnis —singular amalgama de ritualidad cristiana, mitología celta y misticismo wagneriano— que perpetúa la contienda del hombre a lo largo de un laberinto cuyo destino es la redención.