En una de las entradas del redondel de Palmares, una chica se dispone a llevar hasta sus asientos a una familia que lleva consigo, en brazos, a un niño de tan solo meses.
El pequeño, que poco a poco admira con su mirada lo que está a su alrededor, se mueve de arriba a abajo, con su pantalón azul y suéter a rayas, como celebrando la invitación a fascinarse con lo desconocido.
Mientras los minutos avanzan, y los adultos corren de un lado a otro para afinar los últimos detalles de lo que será la edición número 24 del Festival Ranchero de Palmares, el niño pasa de brazos en brazos, con el propósito de distraerlo.
A las 7:25 p. m., se devela el nombre de la personita que tanto ha llamado la atención en el lugar: Elián, quien tan solo tiene ocho meses, pero su energía y carisma lo hacen parecer de alguien que ya está en pleno apogeo de la juventud.
“Él es el mi nieto. Decidimos traerlo porque venir aquí es como una especie de tradición para nosotros, como familia. Véalo dónde está allá, con mi hija”, comenta Mayra Alvarado, mientras señala al otro extremo de la larga fila de sillas.
Tradición. Esa es una palabra inseparable de este concierto que, al igual que le sucedió a la familia Mayorga Alvarado, es considerada como la cita anual a la que no hay que faltar. Este año, se celebró el sábado 23.
Sueño. Con el pasar de los minutos, Elián se rinde en los brazos de su madre, y parece cederle la atención a un niño vestido de charro que camina siguiéndole la pista a su madre.
Van de una silla a otra, fijándose en los números que están pegados a sus respaldos, revisando las entradas que tienen cada uno en sus manos.
“Vengo de una presentación en Naranjo, pero aproveché para venir a ver dónde me tengo que sentar. Apenas encuentre mi silla, salgo para otra presentación y regreso aquí, soplada, para ver al Mariachi Vargas”, dice la colombiana-costarricense Diana López, al mismo tiempo que no le suelta la mano a su hijo, Víctor Orozco, de siete años.
Ambos, vestidos impecablemente de charros, resaltan en medio del público, no solo por su ropa, sino por la emoción que salta de ellos a simple vista.
Para López, la noche del sábado significó la oportunidad de cumplir dos de sus sueños: llevar a su hijo a un concierto de música mexicana y poder ver en vivo a una de sus agrupaciones favoritas desde que era niña.
“Cuando supe que ellos venían, compré la entrada. Yo formo parte del Mariachi Los Poetas, de San Ramón, donde toco la trompeta. Mi afición por la música mexicana viene desde que era niña, porque mi papá era músico. Quiero continuar esa tradición familiar con mi hijo”, expresa acomodando un pesado bolso que lleva en su hombro.
Por su parte, Julio dice que está muy emocionado por encontrarse en este lugar, porque la música mexicana es su vida. Sueña con lograr interpretar con tanto sentimiento las letras de estas “desgarradoras” canciones.
“Me gustan mucho por el sentimiento que tienen. Mi mamá toca la trompeta, pero yo lo que quiero aprender es a tocar el violín y unirme a un mariachi” , afirma con cierta timidez.
Ambos emprenden su camino, en la búsqueda de dar con la puerta de los camerinos y tocarle a la posibilidad de obtener, aunque sea una fotografía, junto a sus ídolos mexicanos.
Es entonces cuando aparecen en escena las hermanas Berta y Julieta Sánchez, quienes, por primera vez, se encuentran cara a cara con el redondel.
“Tengo 60 años y, después de tanto tiempo, tomé la decisión de venir al festival. Era una deuda que tenía conmigo misma y con el amor que me inculcó mi familia por ese país”, aseguró Berta, vecina de Grecia.
Con ella coincide Julieta, que no lo pensó dos veces cuando su hermana le propuso la idea de ir a ver al Mariachi Vargas, ya que para ambas, esta música es fiel reflejo de la versatilidad “con la que se perciben los sentimientos”.
Cuatro horas han pasado desde que Elián saltaba; Mayra cantaba junto a su esposo Ronald; y que Berta y Julieta proyectaban felicidad en sus caras.
¿Y Julio? El pequeño vestido de charro estaba sobre el escenario, en medio de los integrantes del Mariachi Vargas y el Mariachi Colonial, tomándose fotos.
Su rostro lo decía todo. Finalmente había sellado su boleto de entrada al mundo de las rancheras, cuyas calles transitará de la mano de la tradición inculcada por su mamá.