A veces parece que a Costa Rica la inventaron en un cuento. Aunque no necesariamente uno de hadas, porque antes de deshacerse del ruido de la ciudad y la presión psicológica de la señal celular, hay que rodar, con suerte, tres horas de presas.
Aún así, es fantasioso pensar que, en menos de tres horas, la Gran Área Metropolitana se convierte en el mar Pacífico: amplio, palpitando bajo el sol abrasador de una provincia a la que aún no llegan los aguaceros.
El jueves 26 de mayo, salimos de San José en lo más y mejor de las erupciones de ceniza del volcán Turrialba.
Mientras otros despertaban para barrer sus casas, nosotros nos alejábamos del cielo gris por la ruta 27 hacia el Pacífico Central, gracias a una colaboración con el Instituto Costarricense de Turismo (ICT).
Ese día, mientras el fotógrafo y yo desayunamos, rodeados de turistas en el puerto de Calypso Cruises, la asignación de trabajo comienza a sentirse justo como se sentiría cualquier otro viaje de vacaciones.
Los otros turistas hicieron sus reservaciones con las oficinas en San José. La forma más sencilla es llamar al número 2256-2727, aunque el sitio web de la empresa tiene información completa de qué incluye y que no incluye el viaje.
A las 9 a. m., cuando todos han desayunado, el catamarán Manta Raya aborda a los pasajeros. Antes de partir, el gerente general de Calypso Cruises, Michael Morera, nos reafirma que el transporte es sumamente seguro.
Cuando preguntamos por el accidente en el que fallecieron tres extranjeros el año pasado, Morera arquea las cejas y procede a hablarnos de la historia de su propia empresa, la que –por fortuna– no ha reportado accidente alguno desde que comenzó operaciones.
El tour de un día a isla Tortuga nació como nació el resto del turismo en este país: alguien, de repente, mira con otros ojos las bellezas que los demás damos por sentado todos los días. En este caso, el estadounidense David Reid patentó el viaje después de llegar a la isla tras un fallido viaje de pesca.
En 1975, Calypso fue la primera empresa en brindar el servicio. Obviamente, en cuatro décadas, la comodidad del recorrido ha cambiado y ahora ofrecen viajes que duran, más o menos, hora y media de navegación.
El trayecto es –como lo será el resto del día– una glorificación del ocio. En la cubierta del yate, los turistas se acuestan a broncearse en dos redes suspendidas sobre el mar. La tripulación reparte fruta y refrescos mientras el guía Óscar Fernández explica, en inglés y español, datos del Golfo de Nicoya.
El uso turístico de la isla Tortuga está regulado por el Gobierno. Por esa razón, los viajes son cortos, no hay permiso expreso para explotar el área con hoteles.
Otros ofrecen servicios similares a Calypso, aunque la empresa se jacta del concepto de “todo incluido”: los turistas pueden desentenderse del itinerario desde que un autobús los recoge en la puerta de varios hoteles josefinos.
El desembarque es el mayor esfuerzo del día. Las turistas bajan sus cosas; la tripulación descarga las hieleras con comida y licores, el equipo para las actividades y, además, una marimba que amenizará el almuerzo y la posterior marea alcalina.
Justo después de arribar, a las 11 a. m., dos lanchas nos regresan al océano Pacífico. Los guías nos suben a una plataforma donde nos entregan el uniforme de esnórquel: la máscara, un chaleco salvavidas y las aletas para movilizarnos entre los cardúmenes de peces.
Apagar por una hora la bulla terrestre es hipnótico. Sumergidos dentro de él, el mar respira rítmicamente frente a nuestros ojos.
Lejos de ser un ejercicio de adrenalina, el turismo de playa que vende Calypso es una pausa en el tiempo. Sin señal de celular, sin electricidad, la isla impone su propia regla: desentiéndanse del mundo que está fuera.
De regreso en las lanchas, los guías nos señalan la forma que dio nombre a la isla. Efectivamente, desde cierto ángulo, un islote parece la cabeza de una tortuga.
Tras la comida, la actividad de la tarde tiene menos concurrencia que la de la mañana. Fernández después nos detalla que es lo usual; sumidos en la marea alcalina, los viajeros buscan relajarse fuera o dentro del agua.
Los inquietos, no obstante, se mantienen apuntados para tomar el tour de la banana. Una lancha recorre en cinco minutos la pequeña bahía frente a la playa. La incertidumbre de si la banana se caerá o no al mar es lo único que acelera, por un tiempo tan corto, sus corazones.
El tiempo que queda hasta que los pasajeros regresen al catamarán se invierte en absorber la isla con los ojos. Tras empacar y reubicarse en sus lugares del yate, despedimos con la vista el lugar que nos abrió, por un día, sus plácidos brazos.
El mar que corta la proa del yate se ve sereno, terso, hasta que, en un inusual golpe de suerte, un grupo de delfines salta alrededor. Los guías se asombran tanto como los turistas: entre su viaje de rutina, todavía existen sorpresas gratas.
Pacífico adentro
Después de llegar al puerto de Puntarenas, nos desplazamos hacia el bosque tropical, en los perímetros del Parque Nacional Carara.
El camino que hay que tomar para llegar al hotel Macaw Lodge no está pavimentado y es tan sinuoso como el resto de vías que se han improvisado en la geografía tica. Por esa razón, es obligatorio contar con un carro alto para transitar los casi 20 kilómetros que separan nuestro hospedaje de la intersección del río Tarcolitos.
También hay que procurar cruzarlo sin lluvia y, ojalá, de día, para no sufrir la falta de alumbrado público.
Llamar al celular que nos dieron en San José se hace imposible cuando todos perdemos la señal. Irónicamente, el número del hotel es de un celular –el 8310-9073– porque, tal y como nos vamos a dar cuenta apenas lleguemos, la zona no tiene cableado eléctrico.
Aunque de noche no podemos verlo, el hotel Macaw es pequeño en comparación con el espacio que lo rodea.
A la hora de la cena, al edificio principal lo envuelven todos los sonidos que no se oyen en la ciudad: los grillos, las ranas, el viento escurriéndose entre los árboles.
“Llegan personas que no pueden dormir por el ruido”, dice Mermet. Aún así, es evidente que esos insomnes son los que más necesitan el tratamiento de desintoxicación.
Después de una deliciosa cena, descansar en medio de ese “ruido” cae increíble. En la madrugada hasta tenemos la suerte de que nos llueve. Aunque a todos nos duele madrugar, a las 6 a. m. estamos en una plantación de cacao que forma parte del proyecto agroforestal del hotel.
Mermet nos guía por un sendero entre las plantas y nos ofrece un tour didáctico sobre los orígenes del cacao en Latinoamérica.
Durante la historia de la bebida –lo que se creó y consumió antes de la colonia–, asume que como nativos nos sabemos con detalle cómo el producto se dispersó desde el Amazonas hacia el Norte del continente y, por lo tanto, nos hace preguntas sobre la clase de clima que ocupa el fruto para crecer, las condiciones en las que los indígenas comenzaron a trocar el cacao como moneda y sobre el refinamiento europeo que recibió el producto cuando comenzaron a mezclarlo con leche y azúcar.
Basta decir que si hubiera sido un examen, todavía estaríamos esperando la prueba de ampliación. Aún así, tras una hora de caminar y no contestar bien las preguntas, la guía nos premia con cacao caliente que podemos aliñar al gusto con especias dulces y picantes.
Macaw produce el cacao en polvo pero aún no lo vende. Aún así, están preparando la marca Macaw Kakaw para un futuro negocio. Por ahora, la plantación de cinco hectáreas se usa para los tours que comenzaron a principio de año y para tener tabletas de chocolate que usan para preparar repostería.
El lugar se precia de su autosostenibilidad. En el desayuno, la cocinera nos explica que los granos del gallo pinto, las naranjas exprimidas para el jugo y algunas otras frutas y vegetales que usan son cosechadas por ellos.
La energía del lugar la producen con paneles solares. Se usa para el agua caliente y un ventilador que refresca el interior de cada una de las ocho habitaciones del edificio principal.
Aunque es muy cómodo, el hotel es sumamente sencillo: lo más elaborado está afuera, en la cascada que se esconde a pocos minutos de caminata dentro del bosque.
El senderismo es un ejercicio necesario para bajar el desayuno, aunque no es extenuante. Entre el vaho de los árboles se infiltra la brisa del spa natural –una poza clara que antecede una caída de agua–. En otras épocas la cascada está más llena pero, durante el viaje, nos da el agua suficiente como para un chapuzón relajante entre peces menos coloridos que los de isla Tortuga pero igual de abundantes.
Mermet explica que, durante los tres años que tiene el hotel, los turistas más usuales suelen ser los extranjeros: estadounidenses y europeos (quienes son sobre todo franceses).
Los ticos son los que menos se interesan en la experiencia de “conectar con la naturaleza y comer bien” (como lo describe la misma Mermet). El dato lo corroboran los guías de Calypso cuando afirman que solo el 5% de sus clientes son nacionales.
¿Tan acostumbrados estamos a vivir el cuento de la playa y el bosque que la oportunidad de un viaje así nos pasa por desapercibida?
¡Infórmese!
En el sitio web de su programa Vamos a Turistear, el ICT destaca actividades turísticas para nacionales y ofrece descuentos especiales.