Cuando era niña intenté pasar un día íntegro siendo buena, como me habían enseñado papá, mamá, el catecismo y mi maestra. No voy a mentir ahora: no pude. Les eché la culpa a mis hermanos que, incapaces de apreciar mi loable empeño judeocristiano, continuaban molestándome y tocando mis juguetes, manoseando al ángel de mi paciencia. Empezaba mi lento descubrimiento del amasijo de contradicciones que es la realidad. Lo único que conseguí fue, oh, vanidad herida, constatar la fragilidad de mis intenciones.
Con modestia, reduje entonces mi meta. Intenté no mentir. Y descubrí las mentiras de los mayores: que en el trabajo en grupo, en la escuela, merecíamos todos la misma nota; que las relaciones familiares eran armónicas y cordiales; que confesar los pecados nos absolvía de ellos. Me quedé sola con mi intento. Y aprendí a contradecir.
Menciono todo esto porque compartimos un país que apenas se sostiene entre sus ideales de justicia social, y la pauperización y el despojo; entre el narcopoder y el estado de derecho. Y de todos los pecados que podemos reprochar a la clase política que nos condujo a esta cuerda floja, el que más puntos de sutura nos produjo fue el engaño.
Dejando de lado lo que como ciudadanos podamos hacer para defendernos, me devuelvo a mi tosco aprendizaje de niña de lo que debía ser la rectitud y me pregunto si no padecemos todos de las mismas debilidades. Pocos habrá que no hayan mentido en su declaración de impuestos, en sus votos de fidelidad, sobre sus adicciones, sobre sus deseos secretos, a su abogado, a su médico, a sus hijos, a su psicólogo, a sí mismos. Está bien exigir honradez a nuestros dirigentes, pero qué tal intentar alcanzar nosotros la estatura moral que de ellos esperamos. Empecemos por ahí. Por donde debieron haber empezado ellos, cuando no eran más que estudiantes de primaria.
Lo admito: se pagan precios incómodos por no mentir. De hecho me rebajaron la cobertura del seguro por declarar que no puedo levantar el brazo derecho; alguien me guardó décadas de rencor porque le confesé que no recordaba quién era; ni para qué hablar de ese espantoso momento en que hay que responder a la letal pregunta del cómo me veo.
Pero precios más altos se pagan por mentir. La mentira daña porque socava la confianza. En la pareja, en los padres, en los padres de la patria. Si a la justicia la pintan ciega, a la verdad la pintó desnuda Boticelli: tanto porque nada oculta, como porque es así de vulnerable.
No importa. Ser honesto es difícil, pero se aprende.