En algún lugar de la cancha de que cuyo nombre no quiero acordarme, el delantero se sintió un Quijote.
Solo, abatiendo pesadillas, cabalgando sueños, cayendo al suelo y chupando polvo, buscaba un gol que dedicarle a su amada. A su amada afición, a su amada autoestima o a su amada soledad, en el peor de los casos. Quizás no lleva un “Dulcinea” tatuado en el brazo en letras cursivas, ni una camiseta debajo del uniforme con un “va por vos, Sancho”, en honor al amigo probablemente enfermo (aunque sea por indigestión).
Quizá no veía a los zagueros rivales como molinos de viento, ni a los molinos de viento como gigantes, ni a los gigantes como buenos futbolistas, pero en el alma compartía idéntico afán, idéntico esfuerzo, idéntica locura con aquel caballero de la triste figura.
El paso de los años y los sistemas de juego lo habían dejado al desamparo y con una destartalada armadura. Donde un día hubo ejércitos –cerca del arco rival– ni su sombra se quedó a acompañarlo.
Los empolvados libros de historia le revelaron que alguna vez el fútbol tuvo un portero y once delanteros, todos detrás de la pelota, sin más obligación táctica que darle puntapiés hacia adelante y pasarla entre dos postes unidos en lo alto por una cinta de tela.
“¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes!” . (Don Quijote)
Tanto delirio pronto resultó sosegado. La aparición de la posición prohibida, tarde pero segura, en 1866, tres años después del primer reglamento de fútbol, espantó a los delanteros unos cuantos pasos hacia atrás.
Tras cuernos, palos, llegaron los estrategas, con un descubrimiento que poco a poco tomó fuerza: meter más goles que el rival no era el único camino ni el más seguro. Impedir más goles que el rival también deparaba victorias. Los atacantes emigraron hacia otras zonas, siempre hacia retaguardia, hasta casi convertirse en una especie en extinción. Eran cinco en los inicios del siglo XX, tres en los años 80, dos o uno desde los 90 hasta la fecha.
“Más hermoso parece el soldado muerto en la batalla que sano en la huida” . (Don Quijote)
Hace falta más que un Rocinante para galopar por todo el territorio enemigo como Ronaldo en sus mejores tiempos de azulgrana, entre patadas, agarronazos, empujones. Quizá en el Bucéfalo de Alejandro Magno, en el Babieca del Cid, en el Tornado del Zorro o en el Plata del Llanero Solitario. El delantero igual lo intenta, incluso sin caballo o en andas de su soledad.
“De las miserias suele ser alivio una compañía” . (Don Quijote)
Para su buena ventura, al fútbol han regresado los mediapuntas, dos alas abiertas, mediocampistas al ataque o atacantes desde el mediocampo (los Messi y Neymar de los Suárez), letales escuderos, más veloces que nuestro amigo Sancho, a quien tantos guisos, lentejas, panes y quebrantos no le permitían llegar al auxilio antes de consumada la paliza.
Don Quijote, igual, sigue inmerso en su locura, en busca del gol que provoque en algún cervantino tomar la pluma y el papel: “Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo” .