Despierto otra vez con los alaridos de dos niños que no son mis hijos. Quisiera pensar que si lo fueran, no gritarían desaforados todas las mañanas y todas las noches, como si el mundo entero les debiera algo. Quisiera gritarles de vuelta y no quedar como un loco. Quisiera.
Es viernes y las cobijas pesan más que las piernas (pero nunca tanto como las penas). Extiendo el brazo, alcanzo el teléfono y reviso: dos mensajes de texto. Por supuesto que no es ella. Por supuesto que no es alguien. Es un banco que me ofrece un préstamo. Otra vez. Es una cablera que me recuerda el recibo al cobro. Otra vez. Y algo habré dicho, no sé qué. Alguna queja hueca, para no perder la costumbre. Seguramente me peleé de inmediato con el escándalo de la avioneta, o con el imbécil que dura más de la cuenta apagando la alarma de su carro. Que está sonando. Otra vez.
En días como este a San José le falta aire y le sobra ruido. En días como este, pienso, que es un día como todos. Me veo al espejo y no encuentro alivio. Me pregunto si siempre he tenido estas ojeras, si debería hacer yoga, comer avena.
Buche de agua contra el rostro después me encuentro deambulando errático hasta la cocina, tratando de hacerle entender al cuerpo que ya empezó la jornada. Le doy de comer al gato, no sé ni cómo, y me ofrece la misma sonrisa de todos los desayunos, como si para él siempre fuera domingo de panqueques. Le digo que es un cínico. No parece importarle. Ronronea a mis pies.
Pongo a calentar el agua para el café. Leo las noticias. Arrugo la cara. Leo los comentarios de las noticias. Arrugo el alma. ¿Por qué me castigo de esta forma? Termino de desayunar y me alisto. Ducha errática. La misma ropa de ayer. ¿Alguien importante me vio? Seguramente que nadie importante me vio.
Abro el portón. El perro del vecino se abalanza frenético desde el garaje contiguo, ladrando a muerte. Todas las mañanas. Todas las noches. Como si fuera familia de los niños. A veces me quedo ahí, estático, esperando que algo pase. Que se canse. Que se acostumbre. Pero no hace más que ladrar al vacío sin parar. Como las alarmas. Y las avionetas.
Mi día no ha empezado y yo ya le declaré la guerra. Cuatro semáforos en rojo después, juro que nada podría ser peor. Que todo esto me pasa a mí. Que solo falta una manifestación, un aguacero matutino... un choque absurdo. Y ahí estoy, absorto en toda esta miseria predeterminada cuando escucho un estruendo, un par de gritos de pánico y luego el lúgubre sonido de un casco que rueda por el asfalto. Todo esto tardó un par de segundos, no más.
Postrado en la calle, intacto, el cuerpo de un muchacho que sin embargo, ya no se levantará jamás. No tendrá nunca más la oportunidad de quejarse de nada. Ni siquiera del tipo que se saltó el semáforo y le robó la vida. Así, de golpe, al instante, en un día cualquiera, un día que yo tuve el descaro de odiar antes de tiempo. Un día al que como a todos, le faltó aire y le sobró ruido.