El paseo a la playa es una experiencia inolvidable en la vida de todos. Siempre se termina yendo al lugar más alejado de donde están los amigos de uno, a un sitio de difícil acceso y con poca o nula civilización cerca. Pero sin importar adonde se vaya, siempre pasa más o menos lo mismo:
El camino: Con mucho esfuerzo, el papá logra acomodar las maletas, las bolsas, la hielera, las sábanas, el colchón inflable, el asador de carne y la caja de birras en el reducido espacio de la cajuela. En el asiento trasero del carro, todos van estrujados, con calor y mareados por las curvas. Para que pase el tiempo, se entretienen haciéndole muecas y gritándole a los otros conductores o al señor del peaje. De pronto, ven un paisaje muy lindo y alguien dice: “¡Está de foto!”. Y no puede faltar la famosa hablada de los papás de cómo antes el camino no era asfaltado y se duraban ocho horas en carro, cuatro en burro y dos caminando. Si en el camino hay alguna presa, también es de rigor bajarse para ver qué fue lo que pasó.
Las paradas: Siempre es obligatorio levantarse temprano para llegar lo más pronto posible. Sin embargo, hay ciertos imprevistos o “paradas” que deben hacerse. Por ejemplo, la parada a comprar prestiños, queso palmito, semillas de marañon y lotería. También hay que parar a orinar, ya sea en la bomba o en cualquier potrero. Las mujeres se bajaban en grupo y con un paño para taparse. Y, claro, la parada obligada a comer, ojalá en un algún restaurante con la figura de un animal gigante, para la foto de recuerdo.
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La llegada: Apenas se llega, se sale soplado del carro con tal de ver el mar / tirarse a la piscina / o agarrar la mejor cama. Pero siempre, siempre, habrá de escuchar al papá diciendo: “Primero, a desempacar”. Y ahí va uno, sacando diez bolsas del súper en cada mano o ingeniándosela con todas las maletas. A estas alturas, ya el carro está tan lleno de polvo que, para matar tiempo, alguien empieza a graffitearlo con el famoso “Lávelo cochino”.
Las anécdotas: Siempre hay alguien que sufre un accidente a pesar de que nos advirtieron mil veces que tuviéramos cuidado “porque no hay un hospital cerca”. A alguno se le olvidan las chancletas y, aunque en la pulpe venden, son tan feas que opta por andar descalzo. El primer día, se taquea el único baño de la casa. El resto del tiempo, se hacen “trampas” en la arena y se mejenguea en la playa, se agarra “color” para llegar guapo a Chepe. Se turna la cocinada, pero todos le huyen a la lavada de platos. Nadie tiende la cama, pero todos se enojan si alguno se sube con arena en los pies. Algún familiar se tiene que meter al mar en calzoncillos porque dejó olvidada la pantaloneta, y uno rezando para que no lo vea ningún conocido.
El regreso: Se sale después de almuerzo con tal de evitar las presas pero después de aprovechar un poquito del último día. De camino, va uno con más calor porque ya viene quemado; además, el carro casi siempre huele a algo que se regó en el viaje de ida. Al llegar a la casa, todo mundo necesita usar el baño y se pelea por ir de primero. Y, como legítimos zopilotes, a la media hora todos están con hambre, pero no hay nada que comer. Y lo más terrible es que el día siguiente es lunes.
El tradicional paseo a la playa va cambiando a medida que crecen los hijos. Pero nadie olvida las risas cuando a alguien le da por contar el cuento que ya todos se saben o por jugar los juegos de siempre (y alguno empieza a rajar de que ganó). Nunca faltan las historias “de miedo”, las buscadas de chiquillas en la playa, las hartadas de los zancudos ni el grito cuando el agua está muy fría.
Al final, nos damos cuenta de que, no importa dónde estemos ni en qué circunstancias, los viajes en familia tienen un encanto especial.