Doña María Félix Murillo guarda una pequeña diligencia -sí como las que tiraban los caballos en las películas del Viejo Oeste- con un hueco en la parte inferior para poder meter las monedas. Fue un objeto distribuido por el Banco Crédito Agrícola de Cartago para fomentar el ahorro.
Carolina Hidalgo tiene una caja de metal, que semeja una bóveda bancaria, que le recuerda la época en que su mamá tenía una pulpería en Cinco Esquinas de Tibás y aquella pieza para guardar la plata pasaba escondida en uno de los roperos.
Andrés Ignacio Solano Seravalli compró, hace unos años junto a la plaza de La Uruca, a un Ñoño del popular El chavo del 8 para guardar monedas y billetes. Le gustó tanto que luego buscó al señor que se la vendió, pero no lo volvió a ver.
Jorge V. Vargas Carmiol atesora un chanchito de barro que su papá le forró con trozos de revistas viejas y, luego, barnizó. Desde que tiene memoria, cuenta, esa alcancía les servía para llenarla de vueltos de los mandados y quebrarla era toda una fiesta. Su progenitor con 93 años aún continúa la tradición de regalar estos chanchitos.
Estas cuatro historias tienen dos cosas en común: una alcancía llena de sueños, proyectos y recuerdos y ser protagonistas de una exhibición acerca de la historia del ahorro en los Museos del Banco Central, ubicado en los bajos de la Plaza de la Cultura.
Desde el siglo XIX hasta la actualidad, los costarricenses han ahorrado su dinero en los más variados objetos: desde las legendarias botijas, sobre la cual tantos cuentos de ánimas se han tejido, hasta los tradicionales chanchitos de barro que todavía se venden en calles y mercados. Recorramos esta historia.
En la pared, enterrado o escondido
Desde las culturas milenarias, ahorrar ha sido importante para enfrentar el futuro, épocas difíciles e imprevistos, así como para construir proyectos. Claro, muchas veces eran semillas y otros alimentos o hacer crías de algunos animales para luego intercambiar por otros productos, entre muchas posibilidades.
Es decir, era una pŕactica común desde antes del surgimiento de las instituciones bancarias.
Estamos tan habituados a Sinpe Móvil, los sitios web de los bancos -en especial de los que funcionan bien- y a contar con muchas sucursales a disposición para cualquier trámite que perdemos de vista que esta es una realidad posible ahora con el avance de la tecnología y la amplia cobertura de la banca pública y privada; no obstante, no eran ni siquiera posibilidades imaginadas ni cercanas en la Costa Rica de buena parte del siglo XIX.
En aquella república de labriegos sencillos en crecimiento e impulsada por las crecientes exportaciones de café y las ideas de los liberales, entre otros factores, los costarricenses básicamente escondían su capital en su casa o en algún sitio de su propiedad.
Una práctica que se usó durante el siglo XIX y aún a principios del siglo XX fueron las botijas. ¿Qué eran? Unas vasijas de barro que se llenaban de monedas y se sellaban con tapas de cuero.
“Muchas veces la gente las enterraba en sitios que solo ellos conocían o las escondían entre las paredes de las casas de adobe de entonces”, cuenta Manuel Chacón, curador de Numismática de los Museos del Banco Central.
Las personas se empeñaban tanto en esconderlas que incluso morían sin revelar el paradero de su tesoro oculto; por ello fue común que al realizar movimientos de tierras, hacer arreglos o construcciones u otros trabajos se hallaran con una botija perdida en el tiempo o con un “tesorillo numismático”, un recipiente lleno de monedas que resultaba importante para conocer más y mejor acerca la circulación del dinero y la vida económica de nuestros antepasados.
Las botijas eran un botín preciado por otros: se revolcaban lugares por completo para tratar de hallarlas y más de una pared de adobe cayó en busca de una fortuna fácil. Claro, alrededor de estos tesoros se levantaron leyendas e historias que entretuvieron y asustaron a la población: luces que rondaban casas viejas, ánimas que avisaban de botijas bien guardadas, tratos con el diablo para el dinero fácil…
Lo cierto es que, sin intervención de espíritus ni susto alguno, a veces aparecían las famosas vasijas repletas de dinero de otra época. “A mí me tocó ver una botija a finales de los años 90. Apareció en una casa de adobe que mandaron a botar. El señor que manejaba la maquinaria la encontró. Tenía tapa de cuero. Al tirar la pala para botar una pared, vio que algo salió rodando y era la botija”, cuenta el especialista.
Por supuesto, la historia del ahorro en Costa Rica estará relacionada con el desarrollo de la banca en el país en la segunda mitad del siglo XIX y su consolidación en el siglo XX. “En 1858, abre sus puertas el Banco Nacional Costarricense, primera casa bancaria del país, la cual emite papel moneda en emisiones de 1, 2, 10 y 20 pesos, con sus series A y B. En 1896, entra en vigencia una reforma monetaria que establece el colón como moneda nacional y, en 1900, gracias a la Ley de Bancos, otras casas bancarias pudieron emitir billetes, siempre y cuando tuvieran un capital de un millón de colones de reserva. Más adelante y precisamente durante la administración del joven herediano Alfredo González Flores, de 1914 a 1917, se anuncia la creación de un banco hipotecario para apoyar el desarrollo productivo y la economía de Costa Rica”, explica un artículo sobre la banca costarricense aparecido en la Revista Nacional de Administración en la edición de enero-julio del 2020.
Chacón, por su parte, agrega que hasta el surgimiento del Banco Internacional de Costa Rica, en 1914, lo que imperaba era la banca privada.
Mientras los bancos se iban ganando la confianza de la gente, los ticos seguían guardando su dinero en vasijas, cajitas de metal, frascos y cualquier recipiente que estuviera a mano -entre ellos, las jícaras-.
Posteriormente, las entidades financieras, ávidas de atraer clientes y ahorros a sus arcas, se encargaron de entregar las más diversas alcancías a la gente: desde cajas fuertes, libros huecos para colocar en la biblioteca hasta cajas de seguridad con llave o sin ella.
“Las primeras alcancías para promover el ahorro eran cajitas fuertes, tarritos o cajas de seguridad. Estaban hechas para que usted las pudiera identificar o relacionar con el banco. En algunos casos, usted ahorraba en la cajita, ponía la plata allí y ellos se dejaban la llave; la gente ahorraba con el fin de hacer un depósito porque en ese tiempo no había tantas sucursales. No era fácil ir tantas veces al banco”, comenta el curador de Numismática.
El caso de los chanchitos
Cuando uno piensa en hacer un ahorro piensa en el tradicional chanchito de barro. Ahora hay infinidad de chanchos en todos los materiales, colores y tipos, desde los realistas hasta los pintados por artistas.
¿Por qué se usan alcancías con forma de cerdo? Chacón detalló que no hay claridad acerca de su origen. Una de las explicaciones más comunes detalla que es una tradición europea originada en Inglaterra en el siglo XIX a partir de un enredo entre palabras.
“Una explicación señala que se originaron por una confusión de nombres, ya que durante la Edad Media en Europa del Este se utilizaba un material barato parecido a una arcilla de color anaranjado para fabricar recipientes y guardar el dinero, al cual en inglés se le conocía como pygg, y las vasijas que se fabricaban con él eran conocidas como pygg jars (jarras o tarros pygg, en inglés). La similitud entre las palabras pygg y pig (cerdo en inglés) habría dado lugar a confusiones por lo que, en el siglo XIX, los alfareros ingleses empezarían a producir alcancías en forma de cerdo por esa confusión del idioma”, detalla la propia exposición en el museo josefino.
Aparte hay otras teorías relacionadas con que el cerdo es símbolo de abundancia y riqueza en la cultura china y que el chanchito siempre ha servido a las familias de escasos recursos como una especie de alcancía desde que se le alimentaba durante un tiempo determinado para luego ser vendido a buen precio o consumido por sus integrantes. Representaba en sí mismo una inversión y un ahorro.
Además, la BBC agrega una cuarta posibilidad: la creencia de que estas alcancías nacieron en Indonesia, debido a que ciertos bancos de ese país usan un jabalí o un cerdo salvaje como símbolo. “Varios museos de Indonesia, pero también de diferentes partes del mundo, tienen en sus vitrinas esculturas con forma de cerdo generalmente hechas de arcilla que datan del siglo XIV y XV”, agrega un artículo de la BBC acerca del tema.
Sin importar el origen de la tradición, en Costa Rica el uso del chanchito se da en el siglo XX y se populariza después de 1950. Incluso hay una pieza de forma más realista que data de 1920, es de un coleccionista costarricense y se puede ver en la exhibición Alcancías: historias y tesoros. “Es en la segunda mitad del siglo que se convierte en un ícono del ahorro”, asevera Chacón.
Incluso con amplia oferta bancaria, la expansión de sucursales en todo el país y el auge de los medios electrónicos de ahorro y de pago, las alcancías se siguen usando para construir sueños, viajes, proyectos y tener una plata sin tocar que saca de apuros a cualquiera.
Exposición valiosa
La exhibición Alcancías: historias y tesoros en los Museos del Banco Central de Costa Rica reúne más de 35 alcancías que fueron aportaron por las personas a través de una convocatoria abierta realizada por la institución.
Allí se observan recreaciones de botijas y tesorillos numismáticos, alcancías antiguas de bancos como el Internacional, el de Costa Rica y el Nacional, entre otros, así como los famosoa chanchos de barro, de muchos tipos, y piezas en forma de libros, máquinas de coser, casas o personajes de videojuegos y series animadas.
“Detrás de cada una de estas alcancías, hay historias de sueños o proyectos personales y familiares que compartimos en la exposición”, dijo Manuel Chacón, curador de numismática de la exhibición.
Estos museos en los bajos de la plaza de la Cultura abren de lunes a domingo de 9:30 a. m. a 4:30 p. m.
José Antonio Madrigal Chaves, ‘un criador’ de chanchos de barro y guardián de la tradición
Este alfarero de Santa Ana tiene 60 años de trabajar la arcilla. Las secuelas de un infarto le impiden hacer piezas grandes, como antes, pero una chanchera completa nace todos los días entre sus manos
Entre el torno y sus manos, José Antonio Madrigal Chaves, de 76 años, tiene una productiva cría de chanchitos de barro en Santa Ana. A pesar de que las secuelas de un infarto lo alejan de hacer piezas grandes y pesadas, todos los días él trabaja en su tallercito y así crea una chanchera repleta de alcancías; también hace maceteros y otros objetos.
Con seis décadas en este oficio, este alfarero es uno de los guardianes de esta tradición en ese cantón josefino. Desde pequeñito, estaba fascinado con la arcilla y siempre pasaba al taller de la familia Hernández cuando salía de la escuela. Pasaron los años y contrataron al jovencito para hacer mandados.
Cuando por fin se puso frente al torno con la arcilla entre manos, no hubo vuelta atrás. “Cuando uno se sube por primera vez al torno, tiene la pelota de barro en las manos y empieza a hacer piezas es indescriptible; uno se entusiasma y sigue y sigue. Uno se va rodado porque cada vez le gusta más. Yo ya tengo toda la vida en esto, desde los 15″, cuenta el alfarero que vive en el centro de Santa Ana.
Recuerda que lo primero que él modeló fue un cenicero. “Eran otras épocas. El cenicero se vendía mucho para restaurantes, bares y todo eso. Había muchos cigarros en la calle”, asegura.
Por supuesto con los años adquirió mayor dominio de la técnica y hacía todo tipo de objetos, muchos de gran tamaño.
Sin embargo, los tiempos cambian y el cuerpo también. Luego del infarto, una operación y tomar anticoagulantes debe tomar las cosas con calma. “Sigo trabajando piezas pequeñas, como los chanchitos, floreros y maceteros. No puedo alzar nada pesado”, le repite a uno y se repite a sí mismo. “Estoy contando el cuento de milagro”, agrega.
Los chanchitos de barro le fascinan. Son el producto más buscado en todos los talleres desde hace unas tres décadas, asegura. “Uh… Tengo toda una vida de hacer chanchos. Son muy nuestros y muy buscados. A la gente le gustan mucho las alcancías; uno puede hacer de tortugas o gallinas, pero nada como el chanchito”.
Él los hace y un colega se encarga de hornearlos. En su caso, no los pinta, sino que los entrega en su terracota natural. “Pintarlos es otro proceso, otra cosa. A mí muchos me los compran para pintarlos y luego revenderlos”, detalla.
Los chanchitos de barro, los maceteros y otras tantas piezas le han permitido vivir, “sacar la sustancia”.
Ahora, está consciente de que el suyo es un oficio que se ha perdido mucho en su comunidad. “En 1985 había 35 talleres en Santa Ana; ahora hay unos seis o siete tallercitos nada más”.
No se concentra en los lamentos y vuelve al torno como siempre, como desde el primer día que supo que sería alfarero para toda la vida.