Un padre se creía director técnico y acudía a los partidos de fútbol de su hijo cuando este tenía apenas cinco años. Con la mejor intención y desde una banda de la cancha, le señalaba sin cesar lo que debía hacer en cada jugada, los errores que cometía; lo interrumpía a cada minuto y hasta creía saber más que el entrenador del equipo. El hijo terminaba sus juegos exhausto, agobiado, tenso. Hasta que un buen día, todo esto cambió…
De regreso a casa, sentado en el asiento trasero del automóvil, el niño expresó:“¿Papito, te puedo hacer una pregunta? ¿Me dejarías disfrutar el próximo partido?”. El padre detuvo abruptamente el auto, observó el rostro de su esperanzado futbolista y dejó que un par de lágrimas brotaran en señal de la profunda lección que acababa de darle la criatura.
Su intención era buena, quería que su hijo y el equipo ganaran, deseaba apoyar al técnico; había tenido la experiencia para hacerlo. No obstante, el resultado era un hijo que no disfrutaba, que jugaba agobiado por el dilema entre concentrarse en el partido o en su padre con sus reiteradas instrucciones y críticas. En el siguiente partido, el papá solo intervino para hacerle notar lo bueno que hacía y para aplaudirle. A partir de entonces, el niño regresaba a casa casi dormido, agotado por el gran esfuerzo, pero satisfecho de haber gozado al máximo del reto y de la experiencia.
¿Le parece familiar esta historia de la vida real? Es común que personas a cargo de empresas y departamentos estén colmadas de excelentes intenciones; no obstante, sofocan a los miembros de estas ejerciendo una “micro-gerencia” que cercena el pensamiento crítico, el desarrollo de la responsabilidad y el uso de la inteligencia. En la organización moderna, sus líderes comprenden que si desean estimular un auténtico compromiso, los colaboradores han de sentirse dueños, no piezas; personas, no máquinas; alegres, no tensos.
Las empresas compiten con la habilidad que tiene su gente para crear e innovar con criterio. Sus líderes inspiran confianza y seguridad, saben que el error es parte del camino, entonces, lejos de increpar incesantemente analizan si el aprendizaje, la inducción y la capacitación previos han sido suficientes. Quienes dirigen han de ser autocríticos y humildes para escuchar a sus jefes, colegas y colaboradores, así aprenderán a hacer las cosas cada vez mejor, asumiendo su responsabilidad, ya sea en lo bueno o en lo malo que sucede en el equipo.
En una cultura de empoderamiento, se pueden crear condiciones propicias para la proactividad, el despliegue del talento y la toma de decisiones, pero son los miembros del equipo quienes, finalmente, deciden si aprovechan las oportunidades o no. Empoderarse no puede ser un acto forzado, sin embargo, se puede estimular el ambiente propicio para que se disfrute del paso que se da y para que se sustituyan las excusas por las soluciones.
Las lecciones más importantes de liderazgo se aprenden al preguntar a los colaboradores qué debe hacer su jefe para que todos alcancen mejores resultados. ¡Si él cambia, todo cambia!
La pregunta que me hiciera mi hijo aquel día me marcó profundamente como padre, desde entonces, somos más amigos, nos respetamos y nos divertimos muchísimo. Bajo su jefatura, ¿qué tanto disfrutan los miembros de su organización?