A diferencia de otros artículos escritos por este flaneur en entrenamiento, este se desarrolla de día, una tarde no muy brillante, pero sí calurosa, en la capital.
Pese a sus detractores, es necesario reconocer que esta ciudad es un verdadero paisaje con características muy propias, el cual merece ser estudiado y compartido; quien no sea capaz de encontrar interesantes temas de observación (y aun de belleza) en esta urbe, pues haría bien en acudir a un oculista, refugiarse en sus cafés intelectuales o, finalmente, acudir a los goces de Europa directamente, para calmar su envidia tenaz... pero esto es material para otra reflexión que vendrá.
Mientras esperaba a una colega en la Plaza de la Cultura, mientras observaba los zapatos decorativos creados por diversos artistas (su valor artístico aumentado/disminuido por la publicidad que ostentan), un helicóptero (visión aun capaz de levantar asombro entre la concurrida multitud) espanta las sempiternas palomas, lo cual me movió a refugiarme, pensando en la seguridad de mi vestimenta.
Llamó entonces mi atención un movimiento inusitado y, de repente, me encontré frente a frente con la amarilla tez de un minion, la gracia médica de la Doctora Juguetes y la conocida sonrisa del ratón Mickey, símbolo del emporio Disney.
Una sonrisa cruzó inmediatamente por mi rostro, al ver tan agradable compañía para goce de los niños, hasta que la voz y grito de “lleve la foto, lleve la foto” me recordó que estos personajes no estaban ahí por caridad o movidos por un deseo de agradar, sino que se trata de un negocio, que las personas dentro de los trajes (y el operador de la cámara frente a ellos) esperan un pago a cambio del servicio que ofrecen.
Dentro de cada uno de estos sonrientes personajes, se esconde una persona, un ser humano; y ser humano significa albergar sentimientos, deseos, necesidades, orgullo, dignidad.
El trabajo que realizan con las botargas es eso, un trabajo, no un entretenimiento, no una diversión ni un escape. Esas personas se fotografían con niños, se abrazan con ancianos ilusionados, hacen sonreír a bebés, para cumplir con su jornada y llevar sustento, quizás el único disponible, a sus hogares.
Pausa. Este aprendiz de flaneur decidió seguirlos una vez terminada su labor (mi colega tuvo que adecuarse a este capricho) hasta una conocida soda capitalina, donde ingresaron al baño para volver a su momentáneamente rescindida humanidad, y así me di cuenta entonces de que la Doctora Juguetes es efectivamente mujer, pero que asimismo lo es Mickey Mouse; por otro lado, la dudosa fisiología de los miniones agrega otro misterio, pues su interpretante ingresó al baño de hombres.
Dos frescos de crema, una naranja con zanahoria y casados para los tres marcaron el fin de la jornada. Mis tres personajes conversaron, revisaron sus celulares, comieron, pagaron la cuenta al dueño (un tal Cuca ) y se retiraron, ahora con maletas en lugar de máscaras.
Tomé mis notas, tomé mi limonada y tomé a mi colega para salir de ese lugar. Nos recibió la calle, llena de carros, de gente, de historias.
“Todo es máscaras, dijo una vez Larra” –comenté a mi compañera–. Ellos se ponen la suya para cumplir con su labor. Muchos más nos ponemos la nuestra para cumplir con el trabajo diario. La máscara del recepcionista, la máscara de la doctora, la máscara del diputado.
“Y el rostro que hay bajo la máscara”, -replica ella- ¿es nuestro verdadero rostro?
Me espanto. Observo la calle, me pierdo en la multitud.
Luis G. Barboza Granados es filólogo.