Replantear el debate sobre las drogas, iniciando por “repensar las penas por narcomenudeo”, propuesto por el magistrado José Manuel Arroyo, en La Nación del 7 de agosto, es como poner la carreta delante de los bueyes.
En efecto, el 20% de la población penitenciaria entró a la cárcel por drogas y la mayoría de ellas por “narcomenudeo”, ventas de pequeñas dosis de marihuana cocaína y crack.
Arroyo clama por una respuesta a ese problema. La suya, reformular las penas para que las cárceles no estén llenas.
Evolución. Al inicio, el narcotraficante internacional pagaba en efectivo los servicios logísticos en nuestro país y continuaba su viaje, sin mayor efecto que ese contacto ocasional, fundamentalmente de abastecimiento de combustible. Por razones igualmente operativas, el pago en efectivo fue sustituido por el de especie: droga a cambio de los servicios prestados. Fue así como tomó impulso el mercado local.
La droga proveniente de Colombia, directa o a través de Panamá, no es la única que abastece el mercado nacional porque también debe considerarse la producción propia, especialmente en las zonas indígenas del sur del país y la que proviene de otros mercados, particularmente de Jamaica.
Esta droga dirigida al consumo interno generó con el tiempo un nuevo tipo de organización de carácter local, responsable de la distribución en territorios específicos, muchas veces de alto consumo, mediante el narcomenudeo.
Minicarteles. Con fuerte presencia en barrios fronterizos, porteños y urbano-marginales, caracterizadas como bandas o minicarteles, son organizaciones dirigidas por un líder que ejerce el control verticalmente y que posee los vínculos con los proveedores de la droga.
En muchas de esas organizaciones prevalecen las relaciones de origen familiar o narcofamilias, participan menores de edad y, en algunas de ellas, prevalecen extranjeros, como migrantes nicaragüenses.
Es entre estas bandas que se presentan las luchas, fundamentalmente territoriales, ajustes de cuentas, mediante el uso de una creciente violencia que involucra asesinatos, torturas, ajusticiamientos, fosas clandestinas, desaparición de cuerpos y hasta supuestas muertes por error.
Esta característica territorial no es baladí pasarla por alto, mucho menos ahí donde el mismo OIJ y la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) señalaron que esta organización “es un tipo de sustituto del Estado, que impone el orden en áreas que el Estado ha descuidado o no puede controlar totalmente. Los grupos territoriales están enfocados en controlar el territorio y exigir cuotas dentro de este”.
Grandes ganancias. Así que, sin tocar ninguna otra variable, el señor magistrado desea “repensar las penas” en ese segmento de la cadena de distribución y consumo de la droga.
Algunas fuentes señalan que en determinados territorios se pueden generar hasta cinco millones de colones en un fin de semana y que existen búnkeres cuyas ganancias alcanzan los dos millones diarios.
Dado que no se modifica ni se altera la cadena previa, ni ninguna de sus condiciones, flexibilizar las penas en este segmento es, directamente, llenar las calles con sangre, poniendo en completa desventaja a las fuerzas de seguridad.
De hecho, la propuesta del magistrado es mucho más grave, porque no solo conduciría a mantener la reproducción del esquema territorial en aquellas zonas donde ya existe, sino a extenderlo a todo el país, lo que aumentaría la ya hoy importante pérdida del poder de Estado, ahí donde más duele, en la comunidad y las familias.
En los mismos términos de arbitrariedad en los que los plantea el magistrado, si se desea permitir el cannabis medicinal bastará con que el Ministerio de Salud haga una recalificación del cannabis como sustancia y autorice una experiencia de investigación clínica con tales efectos o asuma una política flexible para importación de productos farmacéuticos canábicos.
Si se desea permitir un consumo personal recreativo más flexible del cannabis, bastaría con autorizar el autocultivo hasta determinada cantidad, una cuestión en la que el magistrado podría agregar su granito, intentando clarificar el ambiguo mensaje en la sentencia de meses atrás que recibió un abogado alajuelense.
Lo que no pareciera ser correcto es trasladar a la sociedad costarricense la impotencia autoconstruida del Poder Judicial para hacer frente a sus propias responsabilidades, queriendo ser progresista ahí donde a lo sumo ha sido incapaz.
El autor es filósofo.