La naturaleza de un órgano colegiado es esencialmente colectiva. Es como decir que el agua moja, o que el Sol calienta, pero dado nuestro folclor legislativo, hay que partir de lo elemental y evidente. Superado lo obvio, pasemos a temas más elevados, como la aritmética, la lógica y un tema paranormal: el sentido común, que parece reservado solo para los iluminados.
Si la Asamblea Legislativa es un órgano colegiado que requiere, como mínimo, dos tercios para sesionar, la aritmética nos señala que menos de la mitad de los miembros de esa Asamblea –se me ocurre pensar antojadizamente 26 de 57– siempre será una cifra menor a los dos tercios, aquí y en el ágora de Atenas, ayer y hoy.
De esto se puede colegir que una minoría que no alcanza a ser ni la mitad –volvamos a mi ocurrencia de que 26 es solo el 45% de 57– esa minoría está imposibilitada para ponerse a jugar de casita con la aritmética, y menos aún, con la lógica y el sentido común. Cuando el 55% no está presente, no es posible que la minoría trate de hacernos creer que los que no estaban “¿votaron?” nulamente, y que por una perversión de la Justicia, esos dizque “votos nulos” –de que los que no estaban, ni votaron– se suman maquiavélicamente al ganador de una minoría que cree, que al igual que ellos, que el país también juega de casita con la aritmética.
Una burla. Ante semejantes sofismas, cualquier chiquito de primer grado sabría que están jugando con su inteligencia, y que eso de minorías que juegan de mayoría, está bueno para la ciencia-ficción, un videojuego de mal gusto o un dictador, porque lo cierto es que el 55% de los diputados no estaban, ni votaron. Siendo así, era y es imposible que hubiera quórum.
De ahí que hay una trampa mental en esto del quórum ficticio, que más parece un trabalenguas de Cantinflas: “' Señor presidente, como que hay quórum, como que no hay '”. En esto, como en todo argumento aritmético, tratar de convertirlo en un asunto esotérico, resulta más sospechoso que convincente. Cuando alguien enfatiza que existe lo que no existe, sospeche, estimado lector. Desde Pitágoras sabemos que 26 no son 2/3 de 57, que no son ni siquiera la mitad de 57. Huele a podrido, pero no es en Dinamarca.
Voto secreto. Sigamos con la metafísica: el voto secreto. Este es, y debe ser secreto, cuando se trata del sufragio universal del ciudadano, porque eso le reserva la claridad de su conciencia, para votar de la manera más libre posible. En eso, los ticos somos expertos. Las leyes, en cambio –y hasta las reformas a la Constitución– se votan públicamente, de pie, con la cara descubierta, práctica sanísima porque el diputado representa a unos electores que, por lo tanto, tienen todo el derecho de saber cómo y por qué votó de cierta manera.
Eso es totalmente válido para un diputado, cuya naturaleza es representar y votar por otros. No es simplemente su voluntad la que expresa cuando vota una ley o reforma la Constitución. Que el voto secreto exista dentro de la normativa, es un argumento jurídico de excepción, que queda superado por la lógica, la sana crítica y las mejores prácticas en rendición de cuentas. Salvo en situaciones muy justificadas, en que la Asamblea no quiere que usted sepa cómo votaron, sospeche, estimado lector, sospeche cuando de pronto le vendan las bondades del voto “secreto”, porque cuanto más público y más transparente, mejor para el pueblo, y viceversa.
Después de este manoseo de la aritmética, para fines que desconocemos pero sospechamos, se nos hace urgente volver a los clásicos, y repasar a Pitágoras y a Euclides, porque después de todas las “curvas” de este 1.° de mayo, hasta la “línea recta” quedó cuestionada, no sea que Diógenes deba resucitar para buscar a plena luz del día, mujeres y hombres lúcidos que por lo menos sepan sumar y restar, que tanto nos hacen falta.