Hoy, esa elocuente frase, “La tentación totalitaria” —título de un libro del filósofo francés Jean-François Revel escrito en los setenta— me pone de relieve la ingenuidad de quienes con buena intención aceptan que se quebranten las reglas morales y los procedimientos del Estado de derecho adoptados durante siglos de costosa evolución. Lo aceptan en aras de alcanzar buenos y válidos objetivos inmediatos, como seguridad ciudadana, erradicación de la pobreza, o acabar con la corrupción.
Muchos pueblos son cándidas víctimas pues caen en la tentación totalitaria, arrastrados por el incendiario verbo de populistas demagogos. Luego, al vivir la cruda experiencia de haber abandonado sus normas éticas y sus instituciones democrático-liberales, sufren la pérdida de sus libertades y de su bienestar.
Cuando la dura realidad ahoga los cantos de sirena, y el pueblo ya sometido experimenta un tardío despertar, ya está atrapado ese pueblo por el poder ilimitado de una dictadura. Y volver a la democracia puede tomar muchísimos años y demanda dolorosos sacrificios.
Ciertamente, a la par de los incautos embaucados, están los ambiciosos embaucadores. Y no hay escasez de demagogos populistas listos a vender a los ciudadanos “buenísimos proyectos”, que no se pueden cumplir porque las normas morales y las instituciones de la democracia liberal lo impiden.
Algunos de estos embaucadores son personas sin escrúpulos que persiguen agigantar su poder a cualquier costo. Otros actúan de buena fe hipnotizados por los frutos esperados de sus proyectos de reingeniería social.
Motivo. Para aquilatar la enorme fuerza de la tentación totalitaria basta con considerar el motivo del libro de Revel.
El “deshielo” de la barbarie estalinista posterior a la muerte del dictador (su destape), confirmó las dantescas masacres: millones de campesinos asesinados; millones de sus propios camaradas perseguidos, ejecutados o enviados al gulag; millones de personas desplazadas de sus pueblos a los campos de trabajos forzados; millones muertos en las hambrunas causadas por el control de los alimentos; millones ejecutados por “traidores al pueblo” o por ser judíos o por ser de determinada nacionalidad.
Semejantes atrocidades debieron abrir los ojos a muchos intelectuales de la Europa democrática. Pero sus ilusiones socialistas los mantenían negando esas horrorosas realidades del comunismo soviético, y seguían —ciegos a sus costos— propulsando el control centralizado de la riqueza y la producción, defendiendo la lucha de clases, el partido único, la dictadura del proletariado. Todo en pro de alcanzar algún día una mítica igualdad con generalizado bienestar. Contra semejante insensatez se levantó Revel.
Hoy igual que ayer, en América y en Costa Rica al igual que en Europa y el resto del mundo, la tentación totalitaria sigue embaucando a millones de personas, que, por estar “encantadas” con algún propósito inmediato, están dispuestas a sacrificar las normas morales de milenaria trayectoria, y los derechos y las garantías constitucionales construidos durante siglos en procura de la libertad de las personas y para controlar al Estado.
Peligro. Claro que no toda desviación de la ética y de los procedimientos probados del Estado de derecho conducen a la barbarie de un autoritarismo despiadado. Pero su acumulación es un peligroso caminar en esa dirección.
Está claro que las normas de convivencia y las instituciones del Estado de derecho son perfectibles, pero debemos ser cautos en aceptar cambios y experimentar cuidadosamente sus consecuencias antes de quebrar normas o procedimientos fundamentales.
Venezuela hoy nos ofrece un triste ejemplo de cómo caer en la tentación totalitaria, mediante una gradual acumulación de violaciones éticas y desconocimiento de los procedimientos del Estado de derecho, conduce a establecer una sanguinaria dictadura.
La explotación del petróleo generó enormes recursos estatales que distribuidos para el consumo de sus receptores y con grandes discrecionalidades, condujo al clientelismo y la corrupción. El alto ingreso de divisas produjo una distorsión de los precios que limitó las posibilidades de la producción no petrolera y redujo sus exportaciones y aumentó la dependencia en las importaciones.
La lucha por el botín petrolero disminuyó el aprecio de los ciudadanos por la democracia y causó frustración por las arbitrariedades de su reparto. No depender de cobrar impuestos produjo un Estado débil, pero dispendioso.
La promesa de alcanzar gran bienestar con la riqueza petrolera dando más poderes a su líder, llevó a la elección del golpista presidente Chávez. Para lograr sus propósitos de un mejor reparto de la renta petrolera se fueron dejando de lado los derechos a la información y la libertad de prensa, el derecho de propiedad y los controles y equilibrios entre los órganos del Estado.
Se gobernó confiscando propiedades, burlando derechos, agigantando los odios que surgen de la envidia, persiguiendo a los adversarios políticos.
Apoyo. Mientras los recursos del Gobierno —a pesar de su despilfarro y de la caída en la producción petrolera— alcanzaron para un gran reparto a muchísimas familias y a gobiernos extranjeros, el chavismo tuvo el apoyo de una gran parte de la población. Por ello sus medidas contra las normas morales y el Estado de derecho iban siendo aceptadas.
Pero cuando cae el precio del petróleo y se sufre la destrucción de buena parte del aparato productivo, la agujereada cobija ya no alcanza para cubrir a tantos. Entonces la escasez impera en alimentos y medicinas, la delincuencia se agiganta, la inflación se acelera, y, para continuar en el poder, el chavismo recurre cada vez más a la violencia. Se multiplican los asesinatos, los prisioneros políticos y llegan a su fin los últimos vestigios de democracia.
Nosotros para nada somos inmunes a la tentación totalitaria. Seamos conscientes de sus potenciales costos y evitemos sucumbir a sus embrujos.
Un caso hoy en discusión es el de la extinción de dominio. Autoridades judiciales y del Poder Ejecutivo, funcionarios de Policía y diputados, y muchas personas con magníficos propósitos demandan dejar de lado las garantías constitucionales que protegen derechos fundamentales de los ciudadanos, con el loable objetivo de perseguir el nefasto narcotráfico y otras formas de crimen organizado. Les magnetiza la tentación totalitaria.
Pero no debemos olvidar que los instrumentos y competencias que le otorgamos al gobierno pueden ser usados por personas diferentes a las que tengamos en cuenta a la hora de aprobar esas atribuciones. Además, las finalidades perseguidas pueden ser muy diferentes a las que ahora contemplan sus propulsores.
Cuando el presidente Allende llegó al Gobierno en Chile no necesitó ninguna legislación adicional para estatizar la producción. Las leyes estaban ahí.
¿Qué no se podrá hacer para eliminar derechos esenciales a las personas si se puede revertir la carga de la prueba, eliminar la presunción de inocencia, quitar bienes sin tener que comprobar que provienen de un delito, si se presume la mala fe de las personas, si basta con una probabilidad de que provengan de un delito para incautar bienes con una medida cautelar? Vea mi desarrollo sobre este tema en La Nación, ediciones del 3 de junio y 1.° de julio de este año.
¿Hasta dónde nos puede llevar quitar a Leviatán las cadenas que han protegido nuestra libertad?
El autor es expresidente de la República.