Los trastornos de aprendizaje y neurodesarrollo son el nuevo reto en la sociedad. Cada vez se presentan más casos, no solo en nuestro país; se trata de un fenómeno mundial, posiblemente, como consecuencia de aspectos socioeconómicos, culturales, ambientales y otros factores externos aún no determinados.
Esos trastornos pueden llegar a afectar el desarrollo integral del individuo, su adecuada integración a la sociedad, el éxito personal y, por ende, el del país. Por ello, es inconcebible que los niños y los adolescentes de nuestras aulas hayan perdido tantas horas lectivas valiosas que jamás podrán reponer ni los maestros ni el sistema como tal.
La huelga en el sector educativo debería considerarse, por tanto, un problema de salud pública. Un enfoque que quizás pocos han considerado. Porque muchos niños dependen de nuestro sistema educativo para recibir semanalmente sesiones de terapia física, terapia de lenguaje, apoyo emocional, apoyo de aprendizaje, enseñanza especial u otras atenciones.
Son muchos niños en situaciones tan diversas como un trastorno puro del aprendizaje o del lenguaje, déficit atencional e hiperactividad, autismo, discapacidades intelectuales (en todos sus grados), retrasos en el desarrollo (en sus distintas áreas), trastornos motores, parálisis cerebral infantil o hasta síndromes específicos como el de Down (solo por mencionar un ejemplo), niños que reciben atención en las aulas regulares, aulas integradas o aulas de enseñanza especial.
Tiempo valioso. Son ya más de dos meses de observar la angustia, frustración e incertidumbre de las familias de esos niños, para quienes esas horas semanales significan un avance en la adquisición de habilidades, un eventual efecto favorable en el pronóstico a mediano o largo plazo de su condición o simplemente la mejoría en su calidad de vida si la patología o trastorno son irreversibles.
Son hijos de padres de recursos económicos y sociales diversos, para quienes el acceso a esas sesiones sería imposible, muchas veces, de otra forma.
¿Quién les explica a esos padres, ya de por sí en una lucha diaria con sus hijos, que no se sabe cuándo van a ser reanudadas las terapias, pilar fundamental de su tratamiento? ¿Quién va a alzar la voz por ellos, muchas veces ya agotados o sin tiempo para hacerlo, pues lo dedican al cuidado o estimulación de sus hijos en casa? ¿Quién les repone el tiempo perdido? ¿Quién les va a dar la cara? ¿Quién va a tener el coraje de disculparse con esos niños, esos pacientes y sus familias?
Es muy sencillo: si les fallamos a esos estudiantes, nos fallamos a nosotros como sociedad.
Tras la declaratoria de ilegalidad de la huelga, ¿retornarán los docentes a sus labores? ¿Utilizarán el periodo de vacaciones de fin de año para reponer los más de dos meses perdidos? Cualquiera que sea la respuesta, el daño ya está hecho.
La autora es pediatra en el Hospital Monseñor Sanabria.