En tres décadas de trabajar en el punto cero de San José, he notado el panorama cambiante de la indigencia. A finales de los ochenta, la población mendicante era relativamente poca, generalmente, personas de la tercera edad o atadas al alcoholismo. Al llegar la noche, dejaban la calle para dormir en un barrio periférico o cuarterías.
La cantidad fue creciendo y en la calle se ven personas de edad intermedia, incluso jóvenes, y, más recientemente, jóvenes adictos y niños. Una gran proporción duerme ahí mismo, entre cartones. Esto, a pesar de organizaciones voluntarias que apoyan con alimentos y algunos servicios básicos. Evidentemente, no dan abasto.
Lo que acontece en las calles de la ciudad es un fenómeno que no había dimensionado. El número de migrantes venezolanos, devenidos transitoriamente en mendigos, es un cuadro desgarrador que nos toca profundamente. Aunque los transeúntes y las organizaciones de voluntariado les extienden la mano, se siente la impotencia de que su angustia y necesidades nos exceden.
Algo característico de estos nuevos indigentes es que están conformados por familias, con papá, mamá y uno o varios niños. Me ha tocado ver padres enseñando a sus hijos a leer y escribir, o completando libros de práctica escolar, ahí mismo, en la calle.
En un humilde cartón, de manera concisa, describen su triste realidad y los motivos por los cuales solicitan ayuda. Si nos percatamos, en la mayoría de los casos, su mensaje está escrito con caligrafía y gramática correctas.
Al adentrarnos en su drama, descubrimos que la mayoría tenía en Venezuela, antes del recrudecimiento de la crisis, un trabajo, una ocupación, educación formal, una casa que alquilaba o por la cual pagaba una hipoteca. En resumen, un proyecto de vida en curso, en un país que otrora fue, paradójicamente, destino de migrantes por su riqueza, educación, institucionalidad y tradición democrática.
Hacia finales de los noventa, la pobreza en Venezuela se disparó al 30% y la pobreza extrema, al 11% (en Costa Rica estamos en un 23% y un 6,3%, respectivamente). Luego de una década en que se mostró una reducción significativa, se exacerbó cruelmente hasta rondar, en el 2021, el 90% y la extrema, el 76%.
No entro a detallar la cadena de errores de sus gobernantes, que provocaron la debacle de un país que implosionó, saqueó o desmanteló sus instituciones, donde el principio de pesos y contrapesos fue sistemáticamente destruido para ser reemplazado por un poder centralizado en condiciones de dictadura. Cuando la gente se queda sin comida y además sin voz, solo queda una profunda desesperanza que la hace lanzarse a la locura de una migración que a nuestros ojos parece suicida.
La desbordante población que mendiga en las calles de nuestra capital llama a la reflexión. La desigualdad, la pobreza y la falta de oportunidades llevadas al extremo suelen crear entornos de desesperación, o que la población indignada sucumba ante propuestas simplistas o ilusorias, que al final acaban demoliendo las estructuras socioeconómicas construidas a lo largo de la historia.
La migración venezolana debe enseñarnos que la democracia no es una construcción firme, de gruesas paredes, ni cimentada sobre piedra. Es, más bien, frágil y vulnerable. Es un andamiaje que trema, que en ocasiones necesita anclajes para darle estabilidad, que requiere continua revisión para nivelar el suelo o asegurar los pequeños pines que unen sus largueros.
Con toda su imperfección y debilidades, es el mejor modelo de convivencia y organización social. Aunque nuestra democracia sea la envidia de otros países, no está blindada ni segura; no debemos ponerla en riesgo, ni ser objeto de experimentos que debiliten sus principios rectores.
El autor es economista.