La entrada de Costa Rica a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) pone de relieve aspectos que deben modificarse para promover el progreso económico y social.
Uno es la competencia, una normativa adecuada cuyo fin sea un entorno más justo y beneficioso para los consumidores.
Costa Rica es uno de los países del grupo donde existen las mayores restricciones para hacer negocios. Según la OCDE, los controles estatales son particularmente restrictivos, y hace hincapié en la participación del gobierno en la red y el control de precios, y en una mala gobernanza de las empresas estatales.
Si bien hay cambios, entre ellos la Ley de Fortalecimiento de las Autoridades de Competencia, aprobada en el 2019, la cual dio más atribuciones, autonomía (funcional y financiera) y capacidad de fiscalización a la Comisión para Promover la Competencia (Coprocom), queda mucho camino por recorrer.
La OCDE señala, en particular, que una de las faltas estructurales del mercado es mantener fuera de las disposiciones de competencia cinco sectores privilegiados: la industria de la caña de azúcar, el arroz, el café, el transporte marítimo y los colegios profesionales.
Estos representan, aproximadamente, un nada despreciable 4 % de la economía nacional, y cada uno merece un estudio por separado. Yo me referiré a los últimos.
Fijación arbitraria de tarifas. Acerca de los colegios profesionales, la Coprocom se ha pronunciado en contra de la fijación de tarifas mínimas porque constituyen «una violación expresa a la libre competencia y a los derechos de los consumidores» (opinión 021-2016).
No existe razón económica alguna para que los profesionales sean privilegiados y no cobren libremente y en sana competencia el precio por sus servicios.
Una tarifa establecida va en detrimento del consumidor, pues, sin libertad para cobrar el precio, se crea inflación, cae la productividad y los profesionales tienen menos incentivos para diferenciarse.
La competencia real reduce los precios, una realidad incontrovertida, y deberíamos aspirar a una libertad plena para que los profesionales determinen su marco de publicidad y cobro de honorarios.
Desgraciadamente, la Procuraduría General de la República, la Sala Constitucional y los colegios profesionales beneficiados, en análisis añejos, proteccionistas y que dejan mucho que desear desde el punto de vista del derecho de la competencia, sostienen estas gollerías distorsionadoras de la economía en contra de los consumidores.
Los argumentos esgrimidos por las entidades protectoras el statu quo son risibles y contradictorios. Por ejemplo, que el libre mercado probablemente bajará los precios (lo cual es cierto y deseable) y, consecuentemente, creará trabajo de menos calidad en una actividad de interés público.
Lo último no solo es una falacia, sino también una lógica insostenible. Como reza el refrán popular: ¿Qué tiene que ver la gimnasia con la magnesia? ¿Cómo la existencia de una tarifa obligatoria garantiza la calidad del trabajo?
Más bien, la calidad del trabajo sería uno de los elementos diferenciadores en un esquema de libre mercado, por el cual los consumidores escogerían a un profesional y no a otro. La óptima calidad del trabajo es un elemento distintivo por el cual el profesional cobraría más. Economía básica.
La ética no tiene precio. Bien indica la Coprocom: los colegios profesionales tienen normas claras, independientes de los honorarios, para garantizar que la actividad de interés social y público de sus agremiados sea ejecutada de conformidad con estrictos estándares de ética. No hay peligro del «bien público» en razón del precio.
Otro de los argumentos en pro de los precios mínimos es evitar la competencia desleal. Está claro que la Procuraduría, la Sala Constitucional y los colegios profesionales se han abstenido de un análisis serio con respecto a la definición de competencia desleal establecida en la Ley de Promoción de Competencia y Defensa Efectiva del Consumidor.
Dicen los abanderados de estos beneficios que sus agremiados merecen un ingreso digno y que precios mínimos lo garantizan. La pregunta clave es por qué estos regímenes especiales para unos costarricenses y para otros no.
La gran mayoría de los profesiones liberales no se rigen por el precio mínimo, van al mercado a competir uno contra otro. ¿Qué hace tan especiales a esos profesionales para que se sientan facultados para demandar «dignidad profesional» en perjuicio del consumidor? En mi opinión, nada.
Si queremos que las normas de competencia garanticen mercados donde el criterio orientador sea el bienestar del consumidor, las excepciones deben ser eliminadas.
El Estado paternalista y los criterios proteccionistas están agotados. Si algo demuestra la sana competencia, es que un libre mercado contribuye al bien de toda la ciudadanía.
El autor es abogado.