“Quien se enoja pierde”, reza el dicho popular. En una sociedad donde no se tolera la diferencia y absolutamente todo enoja, ofende o hiere, perdemos todos.
¿Qué perdemos? Tranquilidad, respeto, cordura, libertad; es decir, lo sagrado. La siniestra pérdida define una nueva articulación social, que confunde y deforma la moral, bajo un discurso de hostilidad y rencor, cuya temporalidad no sería pasajera como lo es el enojo en su forma menos nociva, sino que permanece en el tiempo y se arraiga hasta convertirse en el nuevo rostro del malestar en la cultura: ver-el-mundo-arder.
Frente a este panorama, la ira que resuena y se amplifica, se instaura al mismo tiempo como una amenaza y una promesa: amenaza de autodestrucción y promesa de venganza.
El cine nos ofrece una vasta selección que ilustra la desintegración de la sociedad a raíz de la hostilidad entre los hombres, ampliamente desarrollada por Sigmund Freud en El malestar en la cultura.
En la película estadounidense Un día de furia —su título original en inglés Falling Down es más acertado— un hombre común no soporta más las tensiones y los infortunios de la vida, y arremete de forma violenta y desmedida contra quien se interponga en su camino y acentúe en él, con intención o sin ella, sus frustraciones.
Lo angustioso de la historia es que el personaje principal es presentado como un sujeto pasivo, el arquetipo de ciudadano, que se sale de sus cabales y, a través de conductas brutales, se despoja de su identidad. Los actos desesperados del personaje nos recuerdan que el horror de la agresividad es tan opresivo como el de la sumisión.
Ojo por ojo. Un ejemplo más reciente es la película argentina Relatos salvajes, compuesta por seis historias cortas, en las cuales el chantaje, la injusticia, el descaro, la mentira, la rabia y la humillación desencadenan el mecanismo taliónico: ojo por ojo, diente por diente.
El síntoma desnudado en estas “aventuras” es el de sujetos llevados a lo que el psicoanálisis ha nombrado passage à l’acte: violentas huidas para evitar los callejones sin salida, para salirse de este mundo cuando el soporte familiar y social que deben sostener al individuo se desmoronan.
Pero para develar la venganza y la violencia no es necesario recurrir únicamente al cine. Si coincidimos en que la realidad supera la ficción, debemos también hacerlo en que hay una evidente negligencia social, que apunta hacia la adiaforía o pérdida de sensibilidad moral, que el sociólogo Zygmunt Bauman en diálogo con el filósofo Leonidas Donskis, en el libro Ceguera moral, mencionan como la marca de una sociedad de consumidores más que de ciudadanos, en donde el miedo y la indiferencia dominan las esferas pública y privada, lo que desencadena en otra mecánica de consumo: se vende miedo para comprar seguridad.
Entonces, podemos pensar que la venganza es también un producto de consumo: se vende venganza para compensar la injusticia, la indiferencia, la despersonalización; es decir, el malestar.
Amor y tolerancia. Del malestar no se puede huir, pero ¿en qué estamos pensando cuando consumimos violencia? Nadie en su juicio consentiría en una sociedad pendenciera, donde el aniquilarnos unos a otros se constituyera en la cura frente a los síntomas sociales.
¿Por qué la venganza anda suelta? ¿De qué nos defendemos? Quizá de nuestro propio olvido. Cuando por codicia olvidamos la templanza, cuando por impaciencia olvidamos la bondad, hipotecamos nuestro cuerpo y nuestra mente al servicio de la culpa, propia o ajena; si es hacia dentro, abundan las dolencias físicas y mentales que devoran lentamente a la persona, y si es hacia fuera, si la culpa es de los otros, del prójimo, la némesis entra en la escena y produce estragos, una vez más, perdemos todos.
Esta no es, pues, la vía que debemos tomar, la-de-la-fuerza-bruta, porque conduce a considerar el enojo como una forma de vida, como un destino, no como una contingencia, el camino debe llevarnos a mirar con nuevos ojos lo propio y lo ajeno, y, con ello, ir al encuentro de lo perdido, de lo olvidado; ir al encuentro de la tolerancia, ir al encuentro del amor.
La autora es psicóloga y psicoanalista.