La creciente participación de líderes religiosos en la política y en cargos públicos es contraria al principio de independencia que debe regir las relaciones político-religiosas.
Mientras en el resto de los países han entendido que el poder civil y el espiritual deben practicarse en el marco de un Estado laico, en el cual se respete a quienes profesan distintas religiones o ninguna, en Costa Rica sucede lo contrario.
En lugar de emanciparnos de la herencia confesional legada por los constituyentes en el artículo 75 de la carta magna y de evitar la injerencia de la religión en los asuntos políticos, como corresponde a un Estado democrático moderno, el país ha dado en los últimos años inconvenientes pasos en la dirección contraria.
Además del poder fáctico que ha ejercido la Iglesia católica, hace algunos años otras denominaciones cristianas empezaron a incursionar en la política nacional. Pastores y dirigentes de iglesias evangélicas optaron por la participación electoral para imponer su propia agenda o combatir la de quienes no piensan como ellos.
Altos cargos. En el período anterior, cuatro curules fueron ocupadas por miembros de partidos identificados abiertamente como cristianos; un obispo luterano fue ministro de la Presidencia, el funcionario de mayor poder después del presidente de la República; y un sacerdote ocupó la presidencia ejecutiva de una institución autónoma.
En el último proceso electoral, fueron elegidos catorce diputados neopentecostales, lo cual significa una mayor influencia religiosa en el trámite y promulgación de las leyes.
Más presencia de dirigentes religiosos en la toma de decisiones nacionales contribuye a exacerbar y polarizar el debate, fundamentalmente en lo referente a derechos humanos y es, entre otras muchas, una de las causas del inconveniente clima de crispación social que vive el país.
Esta realidad evidencia que no se ha comprendido que esta mezcla es inoportuna y perjudicial para la vida política y social de la nación. La autonomía de cada uno es necesaria para el cumplimiento de su respectiva función: la de procurar el bienestar de todos los ciudadanos, el Estado, y la de ofrecer al ser humano una propuesta de salvación, las Iglesias.
Sobre esta distinción, el papa emérito Benedicto XVI afirmó que “para los cristianos ha sido siempre claro que la religión y la fe no están en la esfera política, sino en otra esfera de la realidad humana” y que “el Estado no es una religión, sino una realidad profana con una misión específica”.
Por su parte, Juan Pablo II dijo: “Identificar la ley religiosa con aquella civil puede efectivamente sofocar la libertad religiosa y hasta limitar o negar otros derechos humanos inalienables”.
Manipulación. Esta posición clara y tajante de los altos representantes del Vaticano parece ser compartida por la Alianza Evangélica Costarricense, la cual, recientemente, por medio de su presidente, hizo un llamado a los pastores para que se abstengan de participar en la política electoral. Ojalá su pronunciamiento sea acatado y se deje de manipular a los fieles de esas congregaciones.
Tales grupos, igual que la jerarquía de la Iglesia católica local, deben entender que los valores democráticos alcanzan su plenitud en una sociedad laica, en la cual todos los ciudadanos sean libres en materia de conciencia y creencia, y que si bien tienen el derecho de participar en el debate político, no pueden pretender imponer sus creencias, conceptos y dogmas a toda la colectividad.
El autor es exembajador.