Todo comenzó a una hora oscura. La despedida debía ser rápida porque cuanto más rápido, menos duele y “al mal paso, darle prisa”.
Los preparativos fueron despiadados. Las cosas, antes importantes, pasaron a un segundo plano, y los cajones vacíos eran como lamentos que pretendía no escuchar.
Ocho horas amenazantes de trayecto que cumplían perfectamente su función: dejar atrás lo construido, alejarme de un sueño que recién se hacía realidad, tantas horas debatiéndome entre pensamientos, lágrimas, frío y una utopía alimentada por tanto apego emocional.
La naturaleza se abrió paso ante mi vista; un paisaje dotado de la fuerza de atracción más pura, más ingenua y, a la vez, más cautivadora.
La Atenas Suramericana no me recibió con la poesía esperada. No estaba ella preparada ni yo dispuesta a asumir cambios y sobrellevar las próximas seis horas a la intemperie, siendo testigo del trato inhumano orquestado por personas con poder, mas no el control.
Elefantes y desierto. La hora del vuelo cambió, razón de sobra para hacer frente a las quejas y reniegos de los compatriotas sentados en el suelo.
Las pisadas fuertes de elefantes de grandes colmillos vestidos de blanco, al mejor estilo de bioseguridad, dieron paso a la entrada protocolaria; una que podría abrumar a quien sea, desde el bebito de nueve meses hasta a quien repartió frutas en la fila.
El desolado El Dorado abrió sus puertas. Aquel lugar tan famoso vuelto un desierto, donde ahora reinan la soledad y los comercios cerrados, la distancia social entre cada uno, el pago de impuestos y el registro de equipaje. Todo al tiempo, todo sin tiempo.
Cinco personas fueron detenidas en pleno caos por policías vestidos de verde, con cubrebocas a juego, personas sometidas a un proceso como el de aquel famoso programa de televisión.
La falta de cámaras no impidió el ejercicio de juzgar: uno a uno fueron expuestos y tratados como criminales sin pruebas y sin fundamentos, un interrogatorio degradante y hostil; técnicas psicológicas confusas con las cuales el ritmo cardíaco se sale de control.
Sin sentido, tocan fibras sensibles y causan terror en quienes pasan por la máquina de rayos X o el cacheo tan ultrajante. En este acto, cinco personas detenidas; yo, la única mujer.
“Lamentamos informarles que el avión aún no llega, el vuelo está atrasado, la hora de salida cambia una vez más”.
Derrota y cansancio reflejados en los ojos de cada persona en la sala de abordaje. Ya nadie habla, no se animan, y la única luz de esperanza es una máquina dispensadora, con precios elevados y robo de billetes incluidos.
Al final del camino. Llega la hora esperada y en orden reparten los guantes antes de abordar. El avión me pareció enorme, y más cuando me correspondió el ultimo asiento.
Ahí, no había distancia y, como bien dijo una señora mayor: éramos como pollitos, uno junto al otro esperando ser transportados.
Encontré connacionales ansiosos que hacían escala en un país que no era al que querían regresar; rostros cubiertos, gestos a medias que guardan historias y luchas, aquellos que se quedaron fuera cuando todo colapsó, ¿cuántas lágrimas derramaron lejos de casa?
Aquella era una oportunidad tan única que era imposible desaprovecharla, pero el riesgo era mucho y el sacrificio, aún más.
No recuerdo el despegue, quizás por la maleta sin lugar o por la tarea exhaustiva de mi compañero de al lado por desinfectar todo.
La vista por la ventana comenzó a nublarse, como si, a pesar de todo, también se nos negara un lindo panorama. Las muchachas de trajes elegantes y peinados perfectos cambiaron su atuendo por algo más acorde con la protección y seguridad.
No ofrecieron ron ni jugo de manzana, sino una botella de agua y un paquete de papas tostadas, que algunos comieron con todo y los guantes, omitiendo lo obvio, tragándose el mal.
Ellas no sonreían a los pasajeros, pero estaban allí, lejos de sus casas también, cumpliendo su labor, poniéndonos como prioridad. El vuelo más silencioso de la historia porque para entonces no quedaban fuerzas, solo resignación.
Más de cien personas, miradas agobiadas, cargadas de miedo a lo que no se ve; pánico colectivo en el aire.
El cielo no conoce de pandemias, pero sí de turbulencia y aterrizajes que matan del susto.
“Hoy, más que nunca, es un placer darles la bienvenida”, refugio bendito, pequeño destello de dicha y tranquilidad. Al fin nos cobija nuestra patria querida.
Duele, y mucho. Al llegar a nuestro país encontramos el mayor de los ejércitos armado con alcohol y medidores de temperatura. Los soldados eran médicos y enfermeras, quienes nos recibieron con protocolos fuertes, pero, a la vez, con la calidez que tanto necesitábamos.
La espera continuó por muchas horas más. La estricta lista de prioridad, según la población y su riesgo, alargó mi estancia e hizo del Juan Santamaría testigo de risas provocadas por alucinaciones debido al hambre, el cansancio y la desesperación.
Llegó mi turno de ir a la fila, la que me conducía a una silla en la sala destinada a hacer la prueba de covid-19. La chica de atrás repitió una frase clave: “Al mal paso, darle prisa”.
Un hisopo debe entrar por los orificios nasales hasta tocar casi el cerebro para tomar una muestra. “No es tanto lo que duele, sino lo incomodo; usted solo debe concentrarse en respirar por la boca”.
Sí, duele, y el ardor se asemeja a la sensación de haber inhalado un océano entero. Las lágrimas surgieron de ella, pero traían consigo el desahogo de toda la situación.
Lo último en mis manos fue una orden sanitaria, la promesa de cumplir una cuarentena en una casa que ya no se siente como casa, aquí donde ahora irradia una luz que se esfuerza por no apagarse, una vela que se consume poco a poco, el olor a incienso y un ronroneo que llega al corazón perturbado y le da calma.
En medio de tanta crisis… hoy, soy aún más fuerte.
La autora es graduada en la Enseñanza del Derecho.