En la jerga jurídica de la aeronáutica, nos enfocamos, por lo general, en las ya reconocidas libertades del aire, pero dejamos de lado, inconscientemente, lo que yo he llamado durante años las “obligaciones del aire”.
Nuestro país amaneció este miércoles con sus alas rotas y, a pesar de las justificaciones con las cuales el ministro de Transportes y el director de Aviación Civil han pretendido atenuar el impacto, la verdad insoslayable es que Costa Rica ha sufrido una desmejora en la calificación otorgada por la Administración Federal de Aviación (FAA, por sus siglas en inglés), y ahora formamos parte de un reducido grupo de países ubicados en la categoría 2.
Nunca es bueno ser el segundo en nada, y menos cuando 91 países nos superan y terminamos siendo comparados con un pequeño grupo de cuatro incumplidores de los estándares internacionales de la Organización de Aviación Civil Internacional (OACI). No hay nada para enorgullecerse en ello y, frente a las excusas de turno, que ya agotan, es imposible mantenerse en este perpetuo silencio.
A nadie le interesa si la desmejora se debió a problemas arrastrados desde las administraciones de Laura Chinchilla y Luis Guillermo Solís, o si las deficiencias se gestaron durante los últimos 10 o 15 años. Por el contrario, las excusas demuestran la anarquía con la cual hemos sido y seguimos siendo gobernados.
Flaco favor nos hacen las autoridades gubernamentales al señalar viejos culpables y pretender que lo sucedido ahora no es tan serio como aparenta. Aunque quieran pintarlo diferente, la situación es apremiante.
Confianza perdida. Nadie en este país —nacional o extranjero— debe correr el riesgo de subirse a un avión cuando existe un faltante de inspectores para supervisar las operaciones aéreas o porque los que tenemos no han sido debidamente capacitados.
Aún tenemos en nuestra memoria el accidente del 31 de diciembre del 2017, en el cual 10 estadounidenses y dos pilotos costarricenses perdieron la vida y, aun así, en forma desvergonzada, se nos quiere hacer pensar que percances similares no tienen relación con la forma como fuimos calificados internacionalmente.
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¿Pueden imaginar ustedes el impacto que produce un accidente de tal envergadura a escala mundial? ¿Entenderán nuestras autoridades lo que es venir a visitar este paradisíaco país y terminar envuelto en bolsas negras? En cuestión de minutos, familias enteras fueron borradas del mapa y sus existencias pasaron a ser un recuerdo angustioso para quienes les sobrevivieron, si es que hubo alguno.
Rectificar el rumbo. A primera vista, da la impresión de que no somos conscientes de los efectos de nuestros propios actos y, dada la oportunidad innegable que se presenta ante cualquier crisis, este es el momento preciso para rectificar el rumbo y dejarnos de ambigüedades políticas.
Costa Rica tiene la obligación de brindar a todos sus pasajeros opciones seguras de trasporte local aéreo. Es así que, como país, tiene el deber de convertir las trochas polvorientas de las costas en aeródromos decentes, provistos de torres de control, personal de asistencia permanente y datos técnicos que ayuden a los pilotos a tomar decisiones con base en hechos comprobados.
Por más jocoso y folclórico que suene, no podemos seguir teniendo un “guachimán” esperando a que una avioneta haga un sobrevuelo para que empiece a arrear vacas, cerdos y gallinas, y evitar así obstáculos peligrosos durante los aterrizajes.
No es simpático lo aquí señalado, pero, lamentablemente, son hechos que se producen a diario en nuestro territorio. De la misma forma, debemos aprovechar el desafío para renovar la flota nacional, con naves modernas, sin tanto desgaste estructural y con repuestos certificados adquiribles sin andar buscando réplicas en garajes abandonados.
La advertencia de la FAA es mucho más que una simple llamada de atención; es una invitación para que, de una vez por todas, profesionalicemos los servicios aéreos locales.
Abogado y escritor.