Durante la espera en la entrada del hospital para que nos devolvieran a mi madre, la batería del teléfono casi agotada y las esperanzas un poco lastimadas, ¿qué queda si no poner atención a la placa conmemorativa de la fundación del Hospital San Juan de Dios, puesta en 1985 para hacer justicia a 140 años de historia, que siguió hasta alcanzar 175 años a la fecha?
Vaya descubrimiento. Hacía poco más de un mes encontré que la fachada era nueva, no sé desde cuándo, porque tantas veces pasé por ahí y mi indiferencia me impidió mirar ese detalle.
El hospital tenía mucho que decirme sobre su historia, mi mamá, mi familia, sobre mí y el personal que lo habita.
Treinta y ocho días antes, proveniente del hospital Blanco Cervantes, mi hermana, mi sobrina y yo se la entregamos a ellos con el alma en un hilo, a unos desconocidos, ignorando quiénes estaban detrás de ella.
La recibieron, la acogieron y la atendieron, mientras, del otro lado del muro que instaló el coronovirus, sus familiares a la distancia, sedientos de una noticia, tecleábamos sin cesar para escuchar las dos únicas palabras que nos devolvían la vida: “Está estable”.
Preparados para lo peor. Desde dentro, expectante, el día de la intervención quirúrgica fui puntual a la cita de la medianoche, por si acaso un desenlace fatídico me enfrentaba a un panorama desolador, de pasillos casi deshabitados.
En un rincón del segundo piso, esperaba detrás de mi mascarilla y mi careta. Ante mis ojos pasó en una camilla, cuatro horas después de iniciada la operación, proveniente del área de recuperación, pero no podía ser ella, me dije.
Luego supe que sí, contra todos los pronósticos, era su primera victoria. Al amanecer, me animé a ir a buscarla al salón, y generé la activación de todas las alertas, porque ya no era medianoche y nadie entendía la razón de mi presencia, la cual, por supuesto, solo fue permitida con una autorización de la Subdirección de Enfermería.
Al verla lastimada, pero consciente, entendí que podía confiar en ellos, en el personal del hospital, y en ella, en su fortaleza, su valentía y tenacidad.
Abandoné el centro médico con grandes esperanzas, pero sin pensar que la espera que seguiría sería tan larga y angustiosa, en un tiempo en que mirar dentro del hospital es tan difícil. Cómo se sentiría, me preguntaba. ¿Pensaría que toda su familia la había abandonado?
Sistema solidario. Casi me paralizo cuando supe que la estadía en el hospital la expuso a infecciones ajenas a su padecimiento, pero volví a animarme cuando me enteré de que la protegieron. La aislaron durante la recuperación, proceso lento y sufrido para ella y nosotros.
Mi madre tiene 83 años y, como se acostumbra en nuestro sistema de seguridad social, todos los recursos disponibles le fueron ofrecidos para devolverle la salud.
¿Cómo resistió todo esto, sin visitas, sin hablar con la familia? Quedando en manos de muchos desconocidos que aman su oficio y trabajan en un sistema solidario que funciona.
Quiénes fueron las personas que se ocuparon de ella, nunca lo sabré, pero de eso se trata, de otorgar atención a quien lo necesite. Un sistema de salud solidario para el cual orgullosamente tengo 35 años de cotizar. Esta vez fue mi madre quien lo necesitó, antes fueron otros y mañana, muchos más.
La autora es psicóloga.