El deterioro de las instituciones judiciales centroamericanas es calamitoso. Puede verse en dos niveles. En primer lugar, en el impacto en la calidad de las democracias de la región, incapaces de dar respuesta a las crecientes demandas ciudadanas. En segundo lugar, en el fracaso sin paliativos de lo que a finales de los ochenta se llamó reforma judicial y que, gracias a la cooperación internacional, incorporó en la agenda de países que salían de feroces dictaduras y cruentas guerras civiles la modernización de los aparatos de justicia como uno de los ejes prioritarios.
En el 2003, un estudio de dos profesores de la Universidad de Salamanca vislumbraba mejoras —desiguales y, quizás, modestas—, pero suponían cambios y la esperanzadora oportunidad de acercar a los poderes judiciales al papel llamados a desempeñar en un régimen democrático: actuar como contrapeso de los otros brazos del Estado y resolver los diferendos entre sujetos privados a partir de reglas generales, seguras y obligatorias.
Las últimas dos décadas, sin embargo, fueron devastadoras y casi todo saltó por los aires. Es difícil imaginar que $2 billones invertidos hayan servido tan poco. En El Salvador, Guatemala y Nicaragua, para citar tres casos, el balance del 2023 rebasa las expectativas de pesimismo.
Guatemala
En Guatemala, la corrupción, entendida como uno de los problemas más serios del país, explica en parte los problemas que también exhibe la justicia.
El informe del alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, hecho público en enero, recogió una larga lista de preocupaciones que confirman la frágil situación en ámbitos vinculados directa o indirectamente al sistema judicial.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso Villaseñor Velarde, condenó al Estado por no haber dado la tutela requerida a una jueza que fue víctima de acoso sistematizado durante más de una década. El nombramiento de jueces, de casi todos los escalafones, tiene algún componente político formal.
En el 2014, el caso Comisiones Paralelas —reeditado en el 2020— destapó un entramado de corrupción en la escogencia de jueces de los principales estamentos del Poder Judicial. No es difícil entender por qué el proceso electoral estuvo mediado recientemente por una cuestionable intervención de la justicia, que proscribió candidaturas con criterios rocambolescos.
Numerosas interrogantes pesan sobre el Ministerio Público y su implicación en la normalización de una suerte de vendetta contra quienes en el pasado dirigieron investigaciones por corrupción por medio de la comisión de la ONU expulsada durante el gobierno de Jimmy Morales.
El Salvador
Más allá de la puesta en escena por la guerra contra las maras, en El Salvador el panorama judicial es también caótico. Luego de obtener en el 2021 una aplastante mayoría legislativa, Bukele, saltándose los cauces constitucionales, destituyó a los cinco magistrados del tribunal constitucional —incluido el presidente de la Corte Suprema—, removió al fiscal general y, en el propio acto, fueron escogidos los sustitutos. El 31 de agosto del 2021, el decreto 144 reformó varios artículos de la Ley de la Carrera Judicial. El cambio normativo supuso la posibilidad de destituir a decenas de jueces de forma inmediata y fulminante.
El régimen de excepción para combatir la violencia de las maras, en un país que todavía supura por las sistemáticas desapariciones, torturas y ejecuciones extrajudiciales durante el conflicto armado de la década de los 80, supera todos los filtros jurisdiccionales, a pesar de las incontables denuncias por detenciones arbitrarias y muertes en cárceles.
Nicaragua
Poco más se puede decir de Nicaragua, donde una reforma constitucional en 1995 apuntaba a transformaciones que fortalecerían al Estado de derecho, suprimiendo el monopolio del Poder Ejecutivo en la elaboración de ternas para la selección de magistrados de la Corte.
Pero, en el 2000, los acuerdos entre los principales grupos políticos incrementaron la politización del aparato judicial. Se acordó un reparto de cuotas entre sandinismo y oficialismo que les entregó el control de instituciones como la Corte, el Tribunal de Cuentas y el Consejo Supremo Electoral.
La toma judicial se construyó desde abajo, a través de la designación de partidarios en los órganos de la justicia de manera que estos, como una extensión del poder que detenta la pareja presidencial, legitiman sus decisiones sin cuestionamiento de ningún tipo.
El resto de América Latina también atraviesa una etapa generalizada de desafección y deterioro democrático. El índice sobre el Estado de derecho del World Justice Project concluyó que solo Costa Rica, Uruguay y Paraguay mejoraron su puntuación respecto al 2021, en indicadores como transparencia, independencia o protección de derechos fundamentales.
Estos tres países, junto con Argentina y Chile, no se ubicaron por debajo de la mitad de la tabla de calidad del Estado de derecho de 140 evaluados.
Costa Rica
Sería ingenuo pensar que Costa Rica carece de retos mayúsculos en materia judicial. Quisiéramos que no hubiera retrasos, que los juicios se resolvieran en plazos razonables, que la calidad de los jueces mejorara o que aspirar a la judicatura no sea la única salida para quienes egresan de universidades de dudosa procedencia, sino una decisión casi vocacional.
También, que el Ministerio Público sea capaz de llevar adelante investigaciones sin dilación ni negligencias o que sepa encontrar el punto de equilibrio entre la prudencia y el protagonismo.
Sin embargo, nada de eso puede obviar que nos encontramos en un momento de extrema gravedad y, en una región frágil, hemos sido capaces de construir un andamiaje robusto que todavía es imposible en nuestro entorno.
El país cuenta con una carrera judicial definida por ley, que da garantías de estabilidad e independencia, y los miembros de la Corte Suprema son seleccionados respetando las vías constitucionales. Seguramente hoy, como hace mucho no pasaba, conviene poner en valor la fortaleza de la justicia como un catalizador de los equilibrios institucionales, sin conformismos pero sin alarmismos, imperfecta y mejorable, pero condición necesaria para que la democracia funcione.
El autor es profesor en el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la UNA.